Sachsenhausen relato De la zona A a la Z
Texto: Daniela Mendoza Parada
Fotos: AFP y Daniela Mendoza
Oranienburg, en Brandeburgo, Alemania, 1936. Sachsenhausen abre sus puertas. Al ingreso, la primera frase que quedará grabada en la memoria de quienes por desgracia pisaron su suelo será “Arbeit macht frei”, el trabajo los hará libre. Ésa se convertirá en la primera ironía de este campo de concentración, uno de los primeros de la Alemania Nazi y el Tercer Reich.
Ubicado a 30 kilómetros de Berlín, hoy Sachsenhausen se convirtió en un memorial y sus puertas están abiertas para cualquiera que desee visitarlo. “Arbeit macht frei” aún está grabada en su ingreso y aunque quedan pocos cimientos originales, con un poco de guía no es difícil imaginar cómo lucía.
Antes de atravesar el antiguo portón de metal, como un preámbulo a lo que allí adentro sucedía, un prolijo patio de cemento te da la bienvenida. Es ahí donde comenzaba el proceso de deshumanización de sus prisioneros, aquellos que en la ideología nazi eran considerados “Untermensch” (infrahumanos). Raparles el cabello, uniformarlos y asignarles un triángulo de diferente color, según el “crimen” que habían cometido, era la antesala a la barbarie.
Rojo era el color de los presos políticos; negro, el de todos aquellos considerados asociales (como indigentes y lesbianas); con morado se marcaba a los testigos de Jehová, personas cuya religión los hacía inútiles para la guerra; el café identificaba a los gitanos; el azul, a los apátridas; el rosado, a los homosexuales; el verde, a los criminales (asesinos, violadores), y, por último, el amarillo marcaba a los judíos. El crimen de estos últimos era doble, por lo que se los marcaba con dos triángulos, uno invertido, formando la estrella de David.
Ideado como un campo de concentración y no de exterminio, alrededor de Sachsenhausen se encontraban diferentes fábricas donde diariamente los encarcelados se dirigían a cumplir con hasta 16 horas de trabajo continuo en condiciones de esclavitud. Marcas como Siemens y Volkswagen usaron la mano de obra de los presos, aunque fabricar ladrillos, vestimenta y armamento militar fue lo más común.
Es hora de cruzar la puerta… “Arbeit macht frei”. La torre A, la más alta de un espacio diseñado en forma completamente triangular para mayor control, se impone. En su interior, una metralleta, que fue removida en 1945, acompañaba al vigilante principal, algún joven miembro de la SS cuya orden era clara: disparar a quien ose desafiar las reglas del campo.
Árido, lúgubre, triste. Así se siente ingresar a Sachsenhausen. 65 pabellones albergaron a los miles que perecieron en el lugar. Hoy, dos están reconstruidos y pisar sus tablas es una experiencia dolorosa.
El número 38 está grabado en el pequeño pabellón de madera. Al cruzar la puerta, lo primero que se puede observar es un pequeño espacio que funcionaba como carceleta. A su lado, el mingitorio con ocho letrinas para un espacio que albergó hasta 450 personas, 10 espacios de lavado, con dos fuentes de agua, 15 minutos cada mañana para realizarse el aseo.
Sigue el comedor, con capacidad para unas 80 personas y a un costado, en medio de mesas y bancos de madera, separado por dos cómodas, existió un espacio especial; una cama personal. Ésta fue utilizada por el prisionero que controlaba el pabellón, por lo general uno marcado con un triángulo verde, un criminal, tan violento como quienes lo dirigían; el Kapo.
Los menos privilegiados se acostaban en literas. Camas de tres pisos, minúsculas, duras, asfixiantes. Que descansen no era precisamente la intención de los captores y este mobiliario cumplía con el cometido. Hasta nueve personas, según los datos registrados en el lugar, se calcula que “dormían” en una sola litera. Y sí, el hacinamiento fue tan real como el que se ve en fotografías.
Al levantar la mirada, algo llama la atención. La madera del techo presenta vestigios de haber sido quemada. Y es que en la década de los 90, un grupo de neonazis, que niegan el holocausto ingresó a Sachsenhausen, quemando el pabellón 38. El reloj de la torre A también fue destruido y fue remplazado con un sticker.
El recorrido avanza y saliendo del pabellón 38, un muro alberga a lo que fue la cárcel de la Gestapo, amparados en lo que se denominó “Schutzhaft” o custodia preventiva, el sanguinario servicio secreto leal al régimen torturó y sometió a cientos de personas que representaban una “amenaza” para el Estado.
Gran parte de la estructura está en pie. En su interior, lado a lado, una hilera de minúsculas cárceles cerradas con barrotes y equipadas con una cama, albergan mensajes de consuelo y deseos de paz para los prisioneros que sufrieron la crueldad y la vileza de la Gestapo. Flores, cruces y velas acompañan el camino.
Dejando la cárcel y cruzando el inmenso campo se llega a la enfermería. No sin antes detenerse para observar los alambrados que cercan los muros dobles de Sachsenhausen. Metros de alambre que solía estar electrificado a un voltaje letal daban un claro mensaje: era imposible escapar.
Sólo aproximarse a la zona ya significaba recibir un disparo desde alguna de las torres de control. Se dice que el hijo mayor de Stalin, Yakov Dzhugashvili, se suicidó lanzándose a una de estas cercas en 1942. Él ingresó al campo de concentración en 1941.
Otro mito generado alrededor de la muerte del hijo del Hombre de Acero cuenta que, al enterarse del origen del presidiario, los alemanes propusieron un intercambio: el primogénito por el mariscal Friedrich Paulus, quien fue tomado preso después de fracasar en la batalla de Stalingrado, comandando la sexta división. “No cederé un mariscal por un lugarteniente”, habría sido la respuesta de Stalin.
Se barajan dos teorías para el presunto suicidio: el rechazo del padre y la vergüenza que generó en Yakov el enterarse de la masacre que la policía secreta soviética cometió bajo órdenes de su padre, sobre el pueblo polaco. La masacre de Katyn dejó al menos 22.000 muertos y el hijo de Stalin se sentía muy cercano al pueblo polaco después de su cautiverio.
Este dato sorprende, como todo en Sachsenhausen. El guía del lugar cuenta que en algún momento el suicidio se volvió muy atractivo para los presos, obligando a los alemanes a reducir el voltaje o apagarlo por completo. Así, éste no tenía ni siquiera la posibilidad de decidir sobre su vida. Cuándo morir era algo que la SS decidía.
Avanzando, aún camino a la enfermería, es obligatorio detenerse de frente al ingreso. Un arco de madera se erige en medio de todo. En ese punto se situó una horca, donde de vez en cuando algún preso perecía, solo para mostrar el poder de los carceleros. La horca estaba instalada 364 días al año, en nochebuena se remplazaba por un árbol de Navidad; otra ironía de este campo de concentración.
Llegamos a la enfermería. Al ingresar todo tiene ambiente un ambiente blanco y pulcro, equiparable con cualquier centro de salud conocido. Sin embargo, en esta enfermería no se trataban enfermedades. Experimentos macabros, como infectar a los presos con virus letales (hay evidencia de que la farmacéutica Bayer formó parte de esto), extracciones de órganos y “muertes asistidas” eran regulares.
El estudio de los efectos del gas mostaza y colocar paja podrida en los interiores de brazos y piernas de los judíos para generar gangrena, esperando encontrar cómo contrarrestar estos comunes de la guerra, fueron otras de las atrocidades del lugar.
En el subterráneo, al igual que en cualquier hospital, estaba la morgue. La temperatura desciende y no cuesta visualizar cómo se apilaban uno a uno los cadáveres de los que no resistían a las intensas horas de trabajo, la falta de alimento, las condiciones insalubres y las bajas temperaturas durante el invierno. Un camión recogía a los muertos a cada cierto tiempo y los trasladaba a Berlín, donde eran incinerados o enterrados en fosas comunes.
Los presos, y por ende los muertos, aumentaban a medida que la Segunda Guerra Mundial avanzaba y en uno de los traslados a Berlín un camión chocó, volcándose y dejando en evidencia lo que el pueblo alemán negaba conocer: que miles morían en los campos de concentración.
La mala imagen que este accidente dejó, obligó a los nazis a considerar el crear espacios crematorios dentro de Sachsenhausen; así nació el primer horno crematorio del lugar.
El régimen se debilitaba y había que redoblar esfuerzos para mantener el control. Fue así que este campo de concentración pasó a tener una zona de exterminio; la denominada zona Z, ubicada en el extremo oriental del campo y donde la vida terminaba. Se ingresaba a Sachsenhausen por la torre A y se “salía” por la zona Z; nuevamente la ironía.
Un espacio para el fusilamiento, donde según la documentación del lugar se llegó a fusilar a 140 presos al día, queda casi intacto. En un inicio, disparar de frente era la instrucción. Poco a poco, los soldados de la SS se debilitaban psicológicamente y fue entonces que se crearon nuevas formas de fusilar.
Una vara usada para “medir la estatura” aún se preserva en el espacio museo del lugar. Lo cierto es que cuando el prisionero se paraba para que le “den su talla” un soldado disparaba en la nuca desde un espacio protegido por una pared; así los alemanes ya no tenían que ver a la cara a quienes fusilaban y la “carga” por la muerte era menor.
Fusilar era el método de matanza inicial, pero en enero de 1945, más de 65.000 presos estaban concentrados en este campo, y, aunque nació exclusivamente para hombres, al menos 13.000 eran mujeres y niños.
La matanza en masa se convirtió en algo necesario para el régimen. El corazón se estruja cuando con voz suave y mirada fija el guía anuncia que ingresaremos a lo que queda de las temibles cámaras de gas. Los cimientos son originales, en ladrillo pintado de color blanco.
Todo parece un laberinto. Al lado derecho ingresaban los presos regulares, por el lado izquierdo ingresaban principalmente los judíos para pasar una minuciosa revisión intentando encontrar oro en sus cavidades. Los “Sonderkommando” —prisioneros que debían dirigir a sus compañeros e incluso familiares a la zona Z— eran los guías; luego, la muerte.
Cuatro nuevos hornos crematorios se crearon, aún se preservan. Cada cuerpo incinerado equivalía a 300 gramos de ceniza aproximadamente. Cuando el campo fue liberado se encontraron 7 toneladas. 200.000 prisioneros pasaron por Sachsenhausen desde 1936 a 1945; menos de la mitad sobrevivió. En las denominadas marchas de la muerte, ante la inminente presencia del Ejército Rojo en Alemania, también murieron miles. No es posible contabilizar a los que morían ni bien ingresaban al campo.
Sachsenhausen fue liberado el 22 de abril de 1945, a las 11:08, la hora que por siempre marcará el reloj de la Torre A. Unos 3.000 hombres y alrededor de 2.000 mujeres y niños se salvaron. Pedro Martín —hasta hace poco era el último sobreviviente español de este campo de concentración— relató en 2015 al periódico español Público, que era domingo y que el primero en entrar fue un joven ruso.
“Vimos que era ruso, saltamos todos por la ventana, aunque yo tomé la puerta. Éramos unos esqueletos, corriendo hacia él. Al tenernos delante, nos miró y se le cayó la ametralladora al suelo. De rodillas, rompió a llorar. Y nosotros, también”, dijo Martín.
El recorrido ha finalizado y es hora de partir a Berlín en medio de una lluvia que refresca y despabila un poco. Sólo hay silencio en el retorno y es inevitable que una parte de ti se quede en Oranienburg, en Brandeburgo, Alemania, en 1936. “Arbeit macht frei”, forjado en metal cala en la cabeza.
OPERACIÓN BERNHARD O CÓMO DESESTABILIZAR LA ECONOMÍA DEL ENEMIGO
Entre las historias que se gestaron en Sachsenhausen hay una tan descabellada que fue llevada a pantallas hollywoodenses en 2007. Y es que desde aquel espacio del terror cercano a Berlín, la SS también libró una batalla económica contra los aliados; teniendo como protagonistas a los mejores falsificadores judíos.
Fabricar libras esterlinas y dólares, a cambio de condiciones de vida digna fue el trabajo de 142 presos que fueron trasladados a Oranienburg en 1942. ¿El objetivo? Desestabilizar la economía de los aliados afectando a sus principales monedas y adquirir insumos a “costo cero” con los billetes falsificados.
En 1943, se llegaron a imprimir un millón de billetes al mes, que posteriormente se trasladaban a otras ciudades y países europeos para que los miembros de la SS los pasen pagando servicios. La falsificación se perfeccionó a tal punto que llegó a ser indetectable. El mismo año, el Banco de Inglaterra alerta de la falsificación más peligrosa que habían visto, pero la operación sigue en curso.
Billetes de 5, 10, 20 y 50 libras fueron fabricados en Sachsenhausen y se estima que hasta su liberación, se habían fabricado un valor de 134.610.810 de libras y que el 15 por ciento de los billetes que circularon en la época era falso.
Los falsificadores salvaron su vida ante la inminente derrota nazi y el ingreso del Ejército Rojo al campo de concentración. El papel, la tinta y la maquinaría utilizada para la Operación Bernhard fue destruida, por lo que sólo el testimonio de sus protagonistas dio fe de una de las mayores falsificaciones de la historia, hasta 1959 cuando se encontraron miles de billetes en el lago austriaco de Toplitz.
El 2008, la película “Die Fälscher”, una coproducción austriaco-alemana que relata esta historia, ganó el Óscar a la mejor película de habla no inglesa.
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EL CAMPO MÁS CERCANO AL TERCER REICH
Sachsenhausen no fue sólo un campo de concentración, sino que sus más de 18 hectáreas sirvieron también para formar a los jóvenes de la SS. Hoy el lugar que se usaba para el entrenamiento de las juventudes nazis está ocupado por la policía.
La ubicación del lugar permitió que éste se convirtiera en el espacio ideal para coordinar el trabajo en diferentes campos de concentración directamente con los altos mandos de la capital alemana.
La instrucción que recibieron los que aspiraban a ser miembros de la SS no distaba mucho de la que recibe un militar en cualquier parte del mundo. La diferencia radica en que aquí la ideología nazi debía ser absorbida por completo.
Comprender que todos aquellos que no eran arios eran “Untermensch” era fundamental. Para aspirar a esta “academia”, los postulantes debían demostrar su origen “puro” hasta 1800. Ser parte de esta élite no era fácil. Los registros de la época narran que al menos 2.000 jóvenes desistieron; quedando para siempre marcados con la peor deshonra, la de ser desertor.
Aquellos que completaban el entrenamiento eran asignados a distintas tareas dentro y fuera de la capital. Los más destacados se trasladaron a diferentes campos de concentración.
Los que se quedaban en Sachesenhausen tenían a su disposición un casino cruzando el muro lateral del campo, y a menos de tres metros del muro frontal existían cómodas viviendas para intentar reducir la carga psicológica que llevaban a cuesta los miembros del cuerpo de protección alemana.
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