Reflexiones de un arquitecto
Siglo XXI, 2017, año que viene con promesas de cambios inesperados, fruto de la desesperanza del ser humano en un mundo globalizado. A pesar de los avances tecnológicos y científicos —ya nada debería sorprendernos— demasiadas promesas y pocas realizaciones empiezan a despertar viejos cantos de sirena, que no sabemos a dónde nos llevarán; muchos creemos que nos aproximamos a años de oscurantismo político, pero del cual, esperanzados, resurgiremos a épocas en verdad de cambio y de progreso humano.
A lo largo de nuestra vida, muchas cosas han cambiado radicalmente. Los que nacimos con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial nos criamos con la sorprendente evolución de la aviación que acortó de manera importante las distancias entre las ciudades. En nuestra juventud admiramos la llegada del hombre a la luna, la televisión en blanco y negro, el cine panorámico, hubo tantos cines… Hoy los cambios suceden a diario, modificando nuestros hábitos de vida, sobre todo por los avances en los medios de la comunicación.
Nos sorprendemos de la distancia que hemos recorrido, al leer a Gropuis en la introducción de su libro “Alcances de la arquitectura integral” donde refiere al siglo XX como Siglo de la Ciencia, en el que trata de comprender los cambios de su época, “El clima mental predominante en las dos últimas décadas del siglo pasado (s XIX), eran de carácter más o menos estático. Giraba alrededor de una concepción, al parecer inconmovible, de verdades eternas. Con cuánta rapidez esta concepción ha ido esfumándose, transformándose en la de un mundo en incesante transmutación…”.
Dice además Gropius para ilustrarnos cómo era la vida en esa época: “En mi juventud, mi familia vivía en un departamento urbano con quemadores de gas abiertos y estufas de carbón en todas las habitaciones, incluyendo el cuarto de baño, donde todos los sábados se calentaba agua para el baño hebdomadario: esta tarea requería dos horas. No existían tranvías eléctricos, automóviles ni aeroplanos. La radiotelefonía, el cinematógrafo, el fonógrafo, los rayos X, el teléfono, no habían hecho aún su aparición”.
Estas distancias sorprendentes de desarrollo tecnológico y científico de dos siglos, sin embargo no nos han llevado a compartir de manera equilibrada estos beneficios, más bien ha aumentado la pobreza y la guerra sigue siendo la peor expresión de la violencia del ser humano.
La inseguridad nos abate, Francis Fukuyama en el “Fin del Hombre” admite que en la “… actualidad es políticamente correcto, por ejemplo, deplorar la proclividad humana a la violencia y la agresividad, y denunciar el ansia de sangre que en épocas pretéritas llevó a la conquista, el duelo y otras actividades a este temor. Pero hay buenas razones evolutivas para que tales propensiones existan. La comprensión del bien y el mal presentes en la naturaleza humana es harto más compleja de lo que podría sospecharse, porque ambos elementos están sumamente interrelacionados”.
Las ciudades que ofrecían una vida apacible, hoy han conurbado hasta convertirse en metrópolis. Más allá el mundo se va llenando de megalópolis. En todos ellos el paisaje de las estrellas se ha oscurecido, y de esa manera hemos ido olvidando contemplar la grandiosidad del universo y meditar sobre el milagro de la vida. Nos vamos alejando poco a poco del verdor de la naturaleza, para convertirnos en adoradores del cemento y el asfalto.
Cuando hablo de Cochabamba, lamentando la pérdida de su verdor —que en un pasado fue envidia de muchos— les digo que todavía nos queda el Tunari, que es el escenario de fondo de nuestra ciudad. Entonces pensemos en su adecuada planificación, de manera participativa y un saludable debate ciudadano…
El autor es arquitecto