Sustancias controladas
En octubre de 1990, la dirección de Fiscalización de Sustancias Químicas del Ministerio del Interior informó que se levantaban diligencias de policía judicial acusando a la Taquiña de “internación fraudulenta de una gran cantidad de precursores”. Amenazó con clausurar la fábrica por un año e imponerle una multa equivalente a las utilidades de un año.
La Ley 1008 había sido puesta en vigencia dos años antes y, efectivamente, contemplaba una lista de ocho productos químicos cuya internación, comercialización y uso debían ser controlados, puesto que se utilizaban en la transformación de la hoja de coca en cocaína.
Como esa ley presumía la culpabilidad de las personas cuando se las encontraba manipulando sin permiso alguna de las sustancias controladas, la situación era seria.
En la aduana habían encontrado ácido clorhídrico, acetona y tolueno destinados a la Taquiña. La “gran cantidad” sumaba cuatro litros, y la aduana los retenía junto a otros insumos por demoras burocráticas en los permisos de internación. En la solicitud de la empresa se mencionaba la presencia de esos productos y la finalidad de utilizarlos para análisis químicos.
La Taquiña debió movilizar todas sus influencias para eludir el problema, que bien pudo ser un error cometido por exceso de celo de un funcionario, o parte de una presión que, en casos de empresas más pequeñas, terminaba con la prisión o la quiebra. De hecho, así ocurrió con una fábrica de sulfato de amonio en Quillacollo, cuyo propietario terminó preso por denuncias de vecinos, aún antes de que llegara a producir ácido sulfúrico. Lo acusaron de desviar la producción al narcotráfico. Los tribunales finalmente lo absolvieron ya que tenía todos los permisos y no había pasado de hacer pruebas. Para entonces, el propietario había vendido todo lo que tenía a fin de pagar los créditos contraídos para invertir.
He recordado estos dos casos a propósito de la discusión de una nueva ley de Sustancias Controladas que reemplazaría a la 1008. Una nueva ley que, en contra de lo que uno esperaría, no corrige los errores de la anterior sino que los acentúa. Aumenta las penalidades, las cuales incluyen hasta la denominada “pérdida de dominio” de los bienes, así el propietario desconozca el uso que les podrían dar o haber dado, y amplía a 43 la nómina de sustancias químicas controladas, varias ya incorporadas mediante decretos reglamentarios.
En esa lista están insumos industriales de difícil acceso, y también productos de uso cotidiano como el bicarbonato de sodio, la acetona, la gasolina, el diésel y la cal. La lista puede ampliarse al infinito porque en algunos casos se considera sustancia controlada a cualquier producto que tenga por lo menos un 10 o un 15 por ciento, según el caso, de alguna de las listadas. Por ejemplo, esto permitiría que cualquier producto que contenga 15 por ciento de etanol, como muchos perfumes y licores, pase a ser “sustancia controlada” y quien lo produzca --transporte o almacene sin registro, autorización o permisos-- sea tratado de “cómplice de narcotráfico”.
El impacto de esta legislación sobre la vida cotidiana y sobre la economía puede ser inmenso, dependiendo del rigor con que se aplique. ¿Quién decidirá ese rigor? ¿Será igual para todos? La experiencia muestra que la probabilidad de que la norma sea empleada de forma abusiva es muy alta, sobre todo tomando en cuenta los débiles controles que existen dentro de las entidades policiales y de fiscalización, y el debilitamiento generalizado del sistema judicial.
Pero, aún suponiendo que la norma sea aplicada con prudencia y ecuanimidad, es evidente que aumenta los costos de transacción de todos los que utilicen esos productos, obligándolos a nuevos trámites para internar, usar y transportar, es decir, para cumplir con los controles. Un aumento de costos repercute sobre las utilidades, los precios, la calidad y los mercados, afectando la competitividad de las empresas. Y tiene también efectos negativos para los consumidores, que se ven obligados a pagar más por los productos, a renunciar a ellos o a enfrentar problemas para conseguirlos.
Hace poco se promulgó la nueva Ley de la Coca, que amplía la superficie autorizada de cultivos. Me pareció realista legalizar lo existente y expresé mi apoyo, considerando que es mejor tener normas flexibles y viables que integren a la gente, que contar con un sistema represivo abierto al abuso. La Ley de Sustancias Controladas es exactamente lo opuesto, ya que está orientada a intensificar las prohibiciones, creando más oportunidades para el abuso. Lamentablemente, se exacerba ahora lo que se planteaba en la 1008: la tolerancia a la coca, que se compensa con la represión al resto. Como ya comprobamos en el pasado, ésta es una política que agudiza los problemas, en vez de resolverlos.
El autor es economista.
Columnas de ROBERTO LASERNA