Sobre la amistad
La amistad —como el amor— es una de las “invenciones” más importantes de la humanidad. La idea no me pertenece. La he adaptado de L'Amour et l'Occident de Denis de Rougemont. Aristóteles fue, empero, el primero en desarrollar una teoría sobre este tópico. En “moral social” —escribe— hay dos grandes virtudes: la amistad (filantropía) y la justicia. La amistad supone igualdad y también superioridad ética: «es mejor y más dulce aun amar que ser amado, hacer el bien que recibirle». Su discípulo Demetrio de Falero acota que: «Un hermano puede no ser un amigo, pero un amigo será siempre un hermano.» Estas palabras capturan el misterio de la amistad sin explicar su esencia. ¿Por qué y cómo elegimos —nos eligen— los amigos? Cualquier respuesta es parcial e innecesaria: hay que experimentar este sentimiento que nos aproxima a lo divino. No exagero. Alguna vez, repitiendo a no sé quién, dije a mis amigos: «la amistad nos hace superiores a los Dioses». Los inmortales (y tiranos) desconocen la confraternidad porque no toleran iguales: sólo adoradores (y llunk’us en el “proceso de cambio”). La amistad es diferente. El amigo siempre es “otro” igual a “yo”. La igualdad de dos almas (así en el amor) es el requisito fundamental que une a las personas por encima de categorías sociales. «Hasta que la muerte nos separe» es el voto íntimo y secreto de los verdaderos amigos (y amantes).
El elogio a la amistad abunda en diferentes culturas. Comparto algunos que me conmueven. El primero, acaso mi preferido, proviene del Islam. Su Dios sin rostro —afirman los creyentes— posee atributos superlativos: el todopoderoso, el que todo lo ve, el misericordioso, el infinitamente infalible... Hasta acá nada original: cualquier religión proclama la superioridad de su fe. No obstante, cuando se trata de relaciones humanas, los musulmanes creen que su Dios es: «Aquél que junta a los amigos». Difícil encontrar mayor elogio para la amistad, una dádiva sobrenatural. Los amigos, en esta interpretación, no se reúnen por voluntad propia y sí para cumplir inescrutables designios celestiales. Toda reunión de camaradería tiene un objeto que nosotros mismos ignoramos. Nos juntamos porque Dios así lo quiere. El abuso de este fatalismo explica que la “fraternidad” no pueda reunirse en cualquier tiempo y circunstancia: siempre falta alguien. Los elegidos, sin embargo, comparten un pedazo de eternidad para renovar y prolongar —en nombre de todos— los vínculos amistosos y; principalmente, la voluntad divina. La amistad, más que un “tesoro”, que no pasa de ser una vulgar apreciación terrestre, es un don sagrado. Esta idea no es extraña al cristianismo. El pantocrátor, en alguna página del Nuevo Testamento, asegura a sus discípulos que si dos están reunidos, él será el tercero: la amistad santificada. Robert Browning, en ========Fears and Scruples==========, invierte esta idea. En su poema habla de un hombre que cree tener un amigo poderoso a quien nunca ha visto. Muchos, razonablemente, ponen en duda esa relación. La respuesta del hombre de fe humaniza a la divinidad y zanja cualquier objeción concluyendo el poema: «What if this friend happen to be––God?» (“¿Qué pasa si este amigo fuera Dios?”). Imagino que Teresa de Calcuta —la santa de nuestro tiempo— tenía en mente la amistad cuando dijo que: «No hay mayor pobreza que la soledad.» Borges, por su parte, ha dejado un estupendo elogio de los amigos. Citando a John William Dunne, arguye que la muerte es un aprendizaje de la eternidad; sólo entonces, afirma: «Recobraremos todos los instantes de nuestra vida y los combinaremos como nos plazca. Dios y nuestros amigos y Shakespeare colaborarán con nosotros».
Hoy quiero algo imposible: estar con cada uno de mis amigos para celebrar este día. Pero como esto no depende de nosotros, me consuelo ofreciendo un maravilloso poemínimo sobre la despedida de dos amigos que no saben si volverán a verse. El Paso Yang, más allá de la ciudad de Wei, era el último puesto militar, en la frontera con los bárbaros (Hsieng–nu).
Adios a Yuan, enviado de Ans-Hsi
En Wei. Lluvia ligera moja el polvo ligero.
En el mesón los sauces verdes aún más verdes.
—Oye, amigo, bebamos otra copa,
Pasado el Paso Yang no hay «oye, amigo».
Al transcribir y releer este texto de Wang Wei (701–761) siento que estoy en compañía de mis amigos de siempre y también de aquellos que, si todavía no lo son, no pierdo la esperanza de que alguna vez lo sean: Insha'Allah. Gloria a Dios, el Oculto, por la amistad que nos une. Vale.
El autor es economista y filósofo
Columnas de GUSTAVO V. GARCÍA