La “otra escuela”, posible y necesaria
Esta columna tendrá hoy un dejo testimonial y pido excusas por ello. Hace ya bastantes años tuve mi última conversación con Iván Illich, alrededor de la piscina del Rancho Tetela, en Cuernavaca, México. Allí había pasado varios meses cumpliendo el encargo de pensar qué hacer con un colegio que cuestionaba su razón de ser en la sociedad boliviana, el Colegio Loretto de la transición entre los sesentas y setentas. Tiempos del vendaval freiriano que sacudió fuertemente a instituciones educativas y a algunas comunidades religiosas removidas por la teología de la liberación y el compromiso social, político y pedagógico con los oprimidos.
Recuerdo perfectamente a Illich despidiéndome con un: “regresa a Bolivia y envía a su casa a todos los maestros”. No fue la primera vez que se lo escuchaba a quien pregonaba el fin de la escuela. Su crítica no era a los maestros, sino a la institución escolar. “La escuela –decía– prepara a las personas para una vida alienada por instituciones que les enseñan la necesidad de ser enseñado y les quitan toda motivación de aprender autónomamente”.
He recordado ese hecho personal al participar, estos días, en diálogos sobre educación y población migrante, asunto que no toca la experiencia boliviana de manera directa, pero que puede dar pie a seguir repensando los tipos de aprendizaje que queremos provocar en nosotros y en nuestros estudiantes.
La migración masiva desde países centroamericanos hacia el norte del continente ha colocado el tema del derecho a la educación –aparte de otros asuntos vinculados al famoso muro de Trump– entre las preocupaciones importantes de los países involucrados. ¿Cómo facilitar la certificación de aprendizajes alcanzados en un país diferente a aquel en el que millares de ciudadanos necesitan aplicarlos y continuarlos?
Hay la buena intención de utilizar experiencias como la Tabla de Equivalencias de la Educación Básica y Media del Convenio Andrés Bello, que aseguraría la incorporación de niños y jóvenes migrantes en los sistemas educativos. Pero esa buena intención tropieza con la realidad: la población que migra es la de más bajos niveles educativos, la de trayectorias escolares truncas y que, seguramente, está constituida por adolescentes y jóvenes que ni estudian ni trabajan. La investigación educativa muestra que las razones por la que los “ni-ni” existen es porque la escuela no despierta su interés, porque los aprendizajes que pudieron lograr no les sirven para el enfrentamiento de la vida personal y laboral. ¿Cómo no iba a acordarme de Illich y de los pregoneros de “la escuela ha muerto”, de otrora?
Las voces aisladas de los pasados años setenta vuelven a resonar para una población a la que esa escuela no le enseñó a aprender autónomamente. Y recupera fuerza y actualidad la propuesta de crear redes de aprendizaje horizontales. Hay que cambiar el pensamiento que lleva a creer que es la institución escolar la responsable de normar todo aprendizaje y que solamente valen aquellos aprendizajes que pueden ser equivalentes a los que la escuela formal prescribe.
El reto es aumentar las oportunidades de aprendizajes alternativos, acelerados y pertinentes para adolescentes y jóvenes que –forzados por diversas circunstancias– han dejado la escuela o están en riesgo de dejarla, porque no les sirve. Ellos necesitan la “otra escuela” para lograr capacidades y competencias que los incluyan en la vida laboral y les permitan seguir aprendiendo, así como exhibir el reconocimiento público de esos aprendizajes.
No puedo dejar de asociar, también, al recuerdo de aquella época ya un tanto lejana, los senderos alternativos que muchos educadores populares en Bolivia han ido construyendo y consolidando.
El autor es doctor en ciencias de la educación
jorge.riverap@tigomail.cr
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