La hora de Castillo
José Pedro Castillo Terrones nació en el Perú el 19 de octubre de 1969. Siendo el tercero de nueve hermanos, creció en San Luis de Puña, un pueblo rodeado de ondulaciones verdes dentro de la provincia de Chota, en el distrito de Tacabamba, allí en el centro del departamento de Cajamarca. Cerca, pero cinco siglos atrás, Atahuallpa fue secuestrado por los soldados barbudos de Pizarro, dando inicio formal a la mañosa conquista del incario.
En el documental El Profesor (2021), elaborado oportunamente para esta justa electoral, Álvaro Lasso dibuja para el espectador el entorno íntimo de este hombre ataviado con un curveado sombrero blanco, prenda frecuente del lugar.
Es el candidato presidencial del lapicito. Su esposa Lilia Paredes Navarro lo conoció cuando, muy niño, Castillo remontaba a diario dos horas de camino para poder culminar los últimos años de la primaria en Chugur. Escalar a la secundaria implicaba otra ruta, esta vez hacia el distrito de Anguía. Su padre, el agricultor Irenio Castillo Núñez, retrasó en dos años su traspaso a aquel nivel educativo, porque le resultaba más ventajoso llevarlo a trabajar a la cosecha de arroz. Debido a esa demora productiva, Lilia y Pedro (o José como ella acostumbra decirle) pudieron compartir salón de clases y enamorarse en el último año de colegio. Este afecto duradero brotó en 1990. Las fotos los muestran juntos, luciendo birretes, en la graduación del Instituto Pedagógico de la vecina ciudad de Cutervo.
Esta catarata de datos biográficos nos coloca ante una pareja de educadores de base, maestros de primaria en el mismo edificio en el que ellos acudían a las aulas, alumnos aventajados que asumen el relevo generacional en el pizarrón. Antes de alcanzar la fama, Castillo tenía por lo regular 20 alumnos. Su experiencia es que de ellos, solo uno alcanza a cruzar el umbral de la universidad.
Quienes creen ver en Castillo una especie de Evo peruano desconocen su militancia de 12 años en el partido Perú Posible, dirigido por el ex presidente Alejandro Toledo. El profesor, ahora candidato, era el líder local, en Anguía, del partido que sacó del poder a Alberto Fujimori. También integró las llamadas rondas campesinas, destacamentos armados, responsables de enfrentar a la delincuencia, pero también a la tropa de Sendero Luminoso, la guerrilla maoísta que devastó parcialmente al país durante una década. En 2017, volcado de lleno al sindicalismo, Castillo dirigió una huelga nacional del magisterio, acción prolongada de protesta suspendida en septiembre de ese año tras lograr un leve incremento en el presupuesto educativo.
Como ya se ha ido haciendo tradición en el Perú, un candidato rotundamente desconocido compite con éxito contra el adalid del sistema. Fue García en 1985, Fujimori en 1990, Toledo en 2001, Humala entre 2006 y 2011 y la propia Keiko en 2016. Este 2021, sin embargo, Castillo, implantado en ese rol, se ha negado a moderarse ideológicamente como lo hicieron sus predecesores. Ha pasado por la misma satanización mediática y sin embargo ello no le ha hecho perder el paso.
Ahí está ahora, erigido en segunda vuelta con porcentajes inéditos y aplastantes en el sur y el centro del país, atravesando el Perú en gruesa columna vertebral desde el lago Titicaca hasta su natal Cajamarca. El profesor ha superado la valla del 80% en Puno, Cusco, Apurímac, Ayacucho y Huancavelica, la del 70% en Tacna, Moquegua, Madre de Dios y Cajamarca, obtiene los dos tercios en Arequipa, Pasco, Huánuco y Amazonas y más de la mitad de los votos en Junín, Ancash y San Martín. Lo halagador para él es que en Lima ha cosechado un 46% y que incluso en los barrios más “pitucos” de la capital ha capturado al 35% de los votos.
Estas cifras electorales nos anuncian que el Perú ha llegado ya al límite de su tradicional contención. Tras casi cuatro décadas de democracia, la vieja ciudad virreinal es cada día menos capaz de funcionar como dique efectivo para salvar a un modelo político y económico que le da la espalda al resto del país. La prosperidad de su capital resulta crecientemente antipática frente a la realidad por la que Pedro Castillo ha tenido que atravesar desde su infancia en Puña. En el Perú, pero también en Colombia, hubo intentos por cambiar las cosas detonando bombas. Hoy, disipado el estallido, corresponde seguir la ruta pacífica y electoral. Ojalá alcance la audacia para que, a futuro, este país consiga abrazarse a sí mismo y remontar el desencanto impuesto por tantos expresidentes presos, deprimidos o suicidados.
El autor es periodista y docente universitario
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