In memoriam Roberto Valdivieso Castellón
Roberto Valdivieso ha muerto y “Nocturno el río de las horas fluye” (Unamuno). Escribí sobre él cuando las palabras aún eran importantes. Que otros escriban —en el tiempo de lo demás— sobre sus invalorables servicios académicos y su erudición asombrosa. Sobre su gentileza y sencillez de hombre sabio. Que otros propongan honores y homenajes... Me resigno, por mi parte, a desvariar en mi pena.
Derroche de inteligencia y generosidad: Roberto Valdivieso ha muerto. Su voz se ha apagado. Ya no es. Dioses extraños robaron su presencia, no su memoria, dulce, igual a su sonrisa.
Dinámica del mercado, intersección de curvas, producción y precios, pregunto a sus innumerables discípulos. ¿En qué otras aulas celestiales seguirá calculando, el Maestro infatigable y entusiasta, el PIB de la eternidad descifrando los misterios de la economía?
Ignoro la respuesta, y tampoco es necesaria. Roberto Valdivieso, donde quiera que lo haya llevado la mano del Misericordioso, reposa bajo el sol de los dormidos. Ese Dios sin rostro en quien tanto creía, ya lo cobija en su infinita y clara sombra. Atrás quedaron el mundo y sus favores: engaño o vanidad.
Estoy seguro que música y poesía avivan su llama. Pero la tristeza persiste… y leve consuelo creer a Shelley que explica que un ser extraordinario (Keats en su caso) no está muerto: son los vivos los que viven muertos.
Don Roberto, que compartía el culto al “cisne de Avon”, habría aprobado la cita que ofrezco. En Troilus and Cressida, William Shakespeare anota que: “Words pay no debts”. Cierto. No hay palabras para pagar mis deudas con Roberto Valdivieso. Me honró con sus enseñanzas y su amistad. Su muerte me empobrece y me deja solitario como una gota de lluvia extraviada en la tormenta. Queda su ejemplo y el deseo de imitarlo sin perder la esperanza de ser, algún día, igual a él: decencia, sencillez y sabiduría.
Don Roberto, hoy constato que mañana, al concluir “los días que royendo están los años” (Luis de Góngora), y cuando todos los muertos sean buenos y todo sea borrado y olvidado, las palabras serán un sueño no soñado. Innecesarias. Por eso, prolongo estas líneas para seguir conversando con usted entre los pilares de la vieja Facultad de Economía. Lo hago con gratitud, como el último de sus asistentes de docencia en Macroeconomía II. “No hay que soñar”, me decía, usted, ¿recuerda?
Mi sueño, ahora, es una esperanza en los laberintos de la filosofía. Si la doctrina del eterno retorno, refutada por Agustín de Hipona en Civitas Dei, es correcta, continuaremos nuestras charlas en Cochabamba, la “Rosa del Ande” que tanto amamos. Y esta vez —lo prometen las escrituras del Pantocrátor— para siempre, porque ÉL y nuestros amigos estarán a nuestro lado. Le ofrezco mis oraciones. Vale.
Columnas de GUSTAVO V. GARCÍA