La carpita lila: ni patria, ni muerte
Una de las imágenes más grotescas de la huida de Evo Morales, en noviembre de 2019, fue su escondite bajo una carpita lila, acostado sobre una frazada envejecida, en algún lugar de los cocales en el Chapare, al centro de Bolivia.
Sus seguidores, dentro y fuera del país, mostraban la foto como representativa del grado de pobreza y de persecución que sufría. Cualquier persona con sentido común sabía que era una puesta en escena. En esos días, en los registros oficiales figuraban sus rentas con varios miles de bolivianos, además de ostentar el disfrute del poder por más de 13 años; pobre no era, ni es. Morales, formado en las luchas sindicales y políticas, asesorado por la inteligencia cubana y venezolana durante toda su presidencia, podía haber escogido un refugio más seguro.
La carpita, como circuló en las redes, tenía un color intenso, de esos plásticos con los que las colegialas aman forrar sus carpetas. Estaba tensada con cuerdas improvisadas. Si alguien lo hubiese perseguido, rápidamente hubiese encontrado la huella; faltaba un letrero: “Aquí estoy con mi celular prendido”.
En sus últimas horas como mandatario, el veterano líder de los cocaleros aparecía cada vez más aislado de las bases que lo aclamaban. Algún día, los protagonistas contarán los hechos de esas jornadas, quién o quiénes tomaron las decisiones. Militantes masistas culpaban a Álvaro García Linera y a Carlos Romero Bonifaz como traidores; el primero ya está apartado de Evo, el segundo sigue en sus filas.
El escape desilusionó a otros que esperaban una actitud diferente, diálogo o resistencia. ¿Dónde quedaba la consigna de “patria o muerte” que se obligaba a corear a los militares? ¿Por qué temblaba el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas? Antiguos dirigentes con experiencias clandestinas en las dictaduras no acreditaban semejante desenlace.
Lo más extraño y silencioso es la reacción de los personajes que se asilaron. ¿Qué asustaba a Juan Ramón Quintana? ¿Por qué Héctor Arce buscaba el exilio, si no era de los grupos de choque? ¿Qué impulsó a Hugo Moldis, que convive como periodista, a encerrarse meses en una embajada?
De ello, lo más siniestro es la desaparición sutil de los equipos que dirigían y coordinaban a los guerreros digitales desde sus despachos oficiales. Hombres y mujeres, casi todos jóvenes, entrenaban en los parques públicos, para alentar campañas de desinformación; era fácil darse cuenta de sus conspiraciones, escondidos entre los arbustos.
El asunto de estos funcionarios públicos y su grado de responsabilidad convocando al enfrentamiento entre bolivianos no aparece en las investigaciones judiciales. En algún momento se sabrán todos los detalles.
Luis Arce buscó protección y —quizá al darse cuenta de que el ánimo de Jeanine Áñez no era priorizar la venganza— salió, viajó y enfrentó la realidad. Incluso soportó a personas (quizá pagadas) que lo hostigaban en el aeropuerto. Esa es su ventaja histórica.
La ciudadanía destacó la valentía de los dirigentes y parlamentarios que se quedaron, que aceptaron la derrota, que buscaron caminos de diálogo. A ello se sumaron otras voces que ayudaron a salir de la confrontación. Destaca el rol de representantes diplomáticos de España y de la Unión Europea que se jugaron para que Bolivia no sea ensangrentada. La Iglesia católica retomó su esencia de mediadora.
La salida de Evo Morales y Álvaro García Linera, que intentaban inconstitucionalmente continuar su mandato (ya ensombrecido por sus candidaturas en 2014) fue, paradójicamente, un alivio. Alejó situaciones feroces como las que padecen los nicaragüenses o los venezolanos.
Con todas las sombras y las acciones autoritarias, los bolivianos viven más tranquilos que bajo las dictaduras militares fascistas. Muchos militantes masistas colaboran en esa convivencia. Hay que reconocerlo.
Columnas de LUPE CAJÍAS