La industrialización política
La base de la agenda económica del Gobierno, en la actual gestión, es la industrialización con sustitución de importaciones (ISI), una política implementada en la década de los años 50 en Latinoamérica, bajo el impulso de la Cepal, cuyos resultados fueron auspiciosos en los primeros años, pero que terminaron fracasando en todos los países.
Básicamente, la sustitución de importaciones planteaba reemplazar el consumo de bienes extranjeros por otros de origen nacional, a través de la creación de empresas públicas en diversos rubros. La idea era tan simple como atractiva y generó un gran entusiasmo entre los gobiernos nacionalistas de la época, porque prometía el crecimiento sostenido, la generación de empleo y, sobre todo, la independencia respecto de la disponibilidad y los precios de artículos provenientes del exterior.
En Bolivia, hasta el final de la década de los 80, se habían creado bajo ese modelo, 175 empresas financiadas y administradas por el Estado a través de las Corporaciones de Desarrollo, las FFAA, el Gobierno y los municipios, que incluían ingenios azucareros, hilanderías y fábricas de alimentos, vidrio, cemento, además de hoteles, telefónicas, transporte público, entre otros. Al final del experimento, la mayoría de las empresas fueron privatizadas o cerraron, agobiadas por las pérdidas onerosas, las subvenciones insostenibles, la ineficiencia en la gestión, la obsolescencia de sus equipos y, sobre todo, la corrupción.
70 años después, el Plan de Desarrollo Económico y Social 2021- 2025 (PDES) en actual implementación, recupera esta iniciativa sobre la base de dos argumentos: “el contexto exógeno de alta volatilidad mundial por la pandemia, y endógeno por las medidas erróneas impartidas durante el período de irrupción constitucional”, y señala que con la ISI se busca reforzar la producción nacional y consolidar una base de crecimiento endógeno, maximizando los excedentes económicos generados, y alcanzando la soberanía en el abastecimiento del mercado interno, para posteriormente promover las exportaciones.
Con este objetivo, se propone crear, hasta 2025, un total de 130 industrias en sectores de alimentos, medicamentos, fertilizantes, carburantes, minerales, entre otros, con una inversión superior a los 3.600 millones de dólares y con la promesa de que operarán en los siguientes dos años. Como ocurrió en el siglo pasado, el entusiasmo ha superado a la racionalidad y el discurso al análisis y, de ser una propuesta económica, la ISI ha pasado a ser un eslogan político que se usa tanto para promocionar la gestión como para responder a la incertidumbre que generan los problemas económicos.
Ningún boliviano y mucho menos los empresarios nos oponemos a la industrialización; al contrario, hemos pedido por años, a través de documentos públicos, estudios y propuestas, que se proteja a las industrias existentes y se generen las condiciones para la creación y expansión de otras nuevas. Hemos demandado insistentemente que disminuya el contrabando y que se promueva el consumo de la producción nacional, e incluso implementamos campañas públicas con ese objetivo.
El problema surge cuando la industrialización que plantea el Gobierno, pretende avanzar hacia la estatización de la economía, precarizar al sector privado y aumentar la cantidad de servidores públicos, pero, sobre todo, implementar un programa de esa dimensión sin contar con una política integral que considere el contexto actual, caracterizado por un mercado interno limitado, la alta informalidad, la inestabilidad social, la nueva realidad de un mundo globalizado y la necesidad urgente de atraer capitales para enfrentar la crisis actual, lo que solo se puede lograr con mayor apertura a la inversión privada y aumento de las exportaciones.
La ISI, como está definida en el PDES, es un proceso complejo que necesita más que los buenos deseos y la construcción de edificios. Su puesta en marcha y su sostenimiento va a generar la adopción de medidas como la imposición de altos aranceles a las importaciones de bienes manufacturados, subsidios a las empresas públicas y controles de precios para evitar la competencia. Pero además tendrá otros efectos más graves como la disminución de la eficiencia y de la competitividad, el aumento de la deuda externa para financiar la inversión en infraestructura y tecnología, y la persistencia de un modelo de empresas públicas proteccionista, ineficiente, politizado y discrecional, proclive a la corrupción y el prebendalismo, que ya padecimos el siglo pasado.
Es esencial aprender de las lecciones de la historia para no repetir los errores, y entender que la economía no puede definirse por criterios políticos y que el camino no es el gigantismo estatal sino la articulación público-privada, la generación de condiciones para la diversificación económica, la inversión en tecnología y educación, la estabilidad y la adaptabilidad a las condiciones globales.
El autor es industrial y expresidente de la Confederación de Empresarios Privados de Bolivia
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