¿Por qué tanta violencia?
Las noticias, pan de cada día amasado con ingredientes infaltables de las múltiples actividades y los diversos accionares de las personas que nos rodean, van llenando nuestra cotidianidad. No todo está bien: los periódicos y los noticiosos radiales y televisivos intentan contar, relatar y mostrar aspectos positivos para contrastar actos estremecedores y reprochables que inquietan y preocupan nuestro andar por el día. En el ámbito poco alentador de los acontecimientos presentados prima la violencia como el componente central que hace a los hechos.
Pareciera que no puede haber noticioso sin el relato de actos de violencia. Esto haría pensar que tenemos que convivir a la fuerza con ellos. Sin embargo, en una suerte de instinto de supervivencia distinta, uno sigue preguntándose por qué tanta violencia, rehusando la idea de que esa sensación es la definitiva. Y, tozudamente, autoconvenciéndose que no puede, ni debe ser la definitiva.
El estilo de vida que consciente e inconscientemente hemos adoptado tiende a ser agresivo e intolerante: al fin y al cabo, prepotente si creemos que la única manera de vivir como queremos es aquella de distanciarnos del otro, de no comprenderlo como semejante con similares aspiraciones de superación y, finalmente, de estar por encima de él, despreciándolo de una y múltiples formas.
Nuestras relaciones han pasado de ser mínimamente horizontales para tornarse cada vez más verticales: uno mirando de arriba, listo para aniquilar al otro en lo que hace y más aún si comete algún error. Como muestra, el botón de los improperios y la actitud de las personas al volante de un auto frente a alguna falta de otro conductor. Esa forma de estar en el mundo aparentemente no se enseña, pero se aprende con una facilidad contagiosa espeluznante.
Los conceptos de tener que ser “vivos”, fuertes y competitivos porque los débiles van a sucumbir y nuestro éxito se dará sobre el fracaso de los demás se han insertado en nuestra mentalidad hasta adueñarse de nuestra propia conducta y, seguramente, no nos ayudan a ser menos belicosos en nuestro camino con los demás.
Algo más: si dejáramos la actitud de querer imponer nuestros actos, correríamos el riesgo de no ser aceptados, quedando marginados y tildados de ingenuos, ilusos e inocentones. Unos verdaderos perdedores.
Tampoco coadyuva a facilitar encuentros más serenos entre las personas —con la remota intención de “crecer juntos”— la institucionalidad totalmente cuestionada en sus formas de manifestarse a través de la puesta en marcha de aquellos elementos que ordenarían nuestra posibilidad de convivencia: el cumplimiento de normas comúnmente aceptadas y asumidas, la persistencia de condiciones sanas para construir acuerdos de bien, la realización natural de una justicia que funcione. Tenemos una sociedad poco cuidadosa de lo que se debe preservar como parte de una gestión de bienes comunes y del manejo del conjunto de principios y valores para convivir menos tensionados.
Algo no gira como debe porque las cosas no se dan naturalmente y para lograrlas hay que endurecerse, presionar y tornarse violentos. Conductas que van permeando todo ámbito de nuestra coexistencia en todos los ámbitos: el barrio, el estadio, la unidad educativa, la familia... hasta hacer que la razón de uno sobre el otro sea la norma. Y la expresión final de esta dinámica son hechos de violencia que van llenando con mayor relieve nuestras jornadas.
Si relacionamos todo ello con tráfico de drogas, personas o armas, contrabando y avasallamientos, el panorama se hace cada vez más violento. Y la inseguridad se hace normal hasta obligarnos a convivir con ella, desconfiando de todos sin distinguir entre vecinos y extraños.
Finalmente, lo que es lícito es preguntarnos si merecemos vivir de esa manera y si, realmente, no hay forma de revertir el dolor, el miedo y la frustración que invaden nuestras vidas ciudadanas. ¿Será que tanta violencia como la que nos cuentan y muestran a diario es justificada? ¿Adónde se fue el respeto por la vida? La vida como expresión sagrada del individuo que se hace fuerte —no débil— al progresar con los demás. ¡Hagamos otras noticias!
Columnas de SILVANO P. BIONDI FRANGI