Certificados de IQ, antidoping y de alcoholemia
El acceso a la función pública en Bolivia está viciado con la exigencia de una serie de requisitos documentales, entre los cuales destacan diversos certificados que supuestamente garantizan la idoneidad de los postulantes. Estos documentos buscan demostrar que el candidato a un escritorio en el aparato estatal no tiene antecedentes penales, no ha cometido delitos contra la mujer, tiene competencia lingüística en idiomas originarios, no tiene deudas con el Estado o goza de buena conducta. Sin embargo, en la práctica, el sistema ha generado cuestionamientos profundos tanto en términos de su utilidad como de su transparencia. Siempre me he preguntado si estos certificados son una herramienta eficaz para mejorar la calidad del servicio público. Ya no me cabe duda de que se han convertido en meras formalidades cuyo propósito real es distinto al declarado. Por ejemplo, sobran los funcionarios que tienen un certificado que avala su dominio del idioma quechua, pero a la hora de la verdad sufren trastornos mentales al pronunciar palabras tan básicas, que parecen simples balbuceos guturales.
A primera vista, estos certificados pretenden asegurar que los servidores públicos sean personas moralmente intachables, competentes y alineadas con los valores constitucionales del plurinacionalismo. A pesar de las intenciones detrás de estos certificados, en la práctica han surgido múltiples denuncias sobre la manera en que se obtienen. En muchos casos, se rumorea que los certificados prácticamente “se venden”, sin importar si el contenido del documento es verídico o no.
Esto pone en tela de juicio el verdadero valor de estos documentos, que más que garantizar la calidad del servicio público, parecen haberse convertido en un lucrativo negocio para ciertas instituciones del Estado y una fuente ilegítima de ingresos fiscales. Los funcionarios y ciudadanos ven este trámite como un simple paso burocrático que, con el pago por delante o la coima por detrás, puede agilizarse sin mayor comprobación. Esta corrupción sistémica debilita el propósito inicial de los certificados que han sido creados como instrumentos de control y confianza.
Evo Morales, en su reciente “marcha forzada hacia La Paz” para habilitarse como candidato, ha acusado a ciertos ministros de ser drogadictos (les dijo “drogos”), entre tanto unos diputados azules se acusaron entre sí de ser alcohólicos. No tardaron los ministros y los diputados en acudir a los laboratorios para obtener certificados negativos sobre consumo de drogas y alcohol. Esta anécdota ridícula ya debió inyectar en los facilitadores de la maldita burocracia boliviana la idea de exigir, en el futuro inmediato, certificados antidoping y de alcoholemia para los funcionarios públicos.
Ante esta farsa consensuada entre Evo Morales, los ministros y diputados, se me ocurrió una idea irónica pero que puede convencer a mis lectores. Para profundizar la calidad del servicio público y perpetuar la dependencia de estos malditos certificados, ¿por qué no crear un certificado de coeficiente intelectual (más conocido universalmente por su sigla IQ)? Este certificado, propuesto de manera sarcástica, podría ser un filtro adicional para evaluar la capacidad cognitiva de los servidores públicos. En un país con medio millón de burócratas, sobran las evidencias de que una gran parte de ellos sufren de “ignorancia e incultura” incuestionables.
La propuesta de un certificado de IQ pondría de relieve una preocupación sobre la falta de capacitación e idoneidad adecuada entre los funcionarios. Más allá de los documentos que comprueban la ausencia de antecedentes penales o problemas personales, la realidad es que un servicio público de calidad depende, en gran medida, de la formación y competencias reales de sus empleados.
Los certificados exigidos para ejercer la función pública en Bolivia han perdido gran parte de su propósito original y, en lugar de ser herramientas de control de calidad, se han convertido en un reflejo de los problemas de financiamiento del aparato burocrático. Mientras la burocracia siga alimentando la corrupción, y los certificados sean sólo trámites superficiales, el servicio público continuará sufriendo de deficiencias que afectan directamente a los ciudadanos. Sólo una reforma integral, que vaya más allá de los papeles y se enfoque en la verdadera capacidad de los funcionarios, podrá garantizar un Estado más eficiente.
Columnas de MARCELO GONZALES YAKSIC