
ERRAR ES HUMANO
Estaban Dios y Lucifer conversando sobre la vida y sus complejidades, cuando repentinamente el diablo giró el rostro y apuntó la mirada hacia un lugar sombrío en el mundo, un sitio eternamente recordado por la historia, poseedor de un pasado cargado de fanatismo, fe y muerte.
Llamó su atención que a donde quiera que iban les acompañaban sus séquitos de guardias y de músicos de bombo y trompeta; pero más le interesó ver cómo de arriba y de abajo, desde los pobres hasta los ricos, e incluso los más feos y las más hermosas, se desvivían por darles la mano y sentirse reconocidos por ellos.
Carcomido, antes que corroído, lucía el cascote que en aquella ocasión le fungía de piel, coraza y abdomen; bajo su peso paquidérmico, mezcla de rinoceronte y mamut, un pasto que no era pasto caía aplastado resonando en un crujido seco y árido.
Entre costillar y molleja, el cuero de Lucio Ananá maceraba su existencia bajo el sol inclemente de octubre, masticaba por entonces un trozo de charque, más retablo que sustancia y más antojo que manjar, que le provocaba un placer indefinido mezcla de paroxismo y adicción que esa misma noche se transformaría en el bolo de su indigestión y que la mañana siguiente sería la acidez que le acompañaría toda la jornada.
Juan Carlos Machete ingresó a su habitación a las ocho en punto de la noche, no soltó la perilla, su mano sudaba los nervios acumulados durante el día y sus venas marcaban sus desarrollados músculos, miró a la izquierda y luego a la derecha, sus pupilas se dilataron y sus párpados se estrecharon en clara persecución de algo, bajó el pronunciado mentón y tras escudriñar un poco, clavó la mirada en un objeto sencillo y común que estaba en el piso de su cuarto: su celular.
Extraño resultaba para Ramón Palmito asistir al encuentro convocado sólo por una fracción de la cúpula del partido, pero más extraño le resultaba ver que entre tanto rostro ajeno y entre tanta cara conocida, no alcanzaba a saber quién era quién en ese mar de chupamedias del poder.
Inquietos y tumultuosos habían sido los últimos años de su vida; otrora rey, hoy vasallo, el hombre fuerte de los 14 años de imposición sufría ahora el amartelo de haber perdido el poder.
Raro le parecía que, tras el arribo del equipo aquel, tanta gente se hubiese desparramado en las calles de su ciudad para vitorear a quien en pocas horas más sería el contrincante de su propio país.
Sus nietos le explicaron el significado de la llegada del mejor de los mejores, le dibujaron con descripciones exageradas las maravillosas jugadas y le enumeraron los premios y reconocimientos obtenidos por el ídolo al que normalmente sólo podían ver en la televisión.
Virginia Magallanes no dudó, supo desde el mismo instante en que escuchó a su marido y a sus amigos hablar de los amaños en el fútbol y de la manipulación fuera de la cancha, que se trataba de la misma lacra: la corrupción. —
—Cada vez el fútbol se parece más a la política —dijo, mientras servía la comida en aquel primer domingo de septiembre que era un día nublado y algo lluvioso y que atinó a ser Día del Peatón.
Extraño le pareció a Incógnita Higuera que cada cierto tiempo las noticias traían la novedad de algún secuestro malintencionado y de alguna extorsión desmesurada, todas ubicadas y ejecutadas en las calurosas tierras del trópico cochabambino.
No se trataba de que tales delitos estaban reservados para latitudes lejanas o ciudades densamente pobladas, pero sí le llamaba la atención que tales crímenes eran más propios de lugares marcados por la solvencia y el poder.