
ERRAR ES HUMANO
La misma semana en que los comunarios del salar extorsionaban a los empresarios que se atrevieron a invertir en sus cercanías, se discutía a voz en cuello y con micrófono en mano la nueva ley mordaza que pretendía aplicar el Gobierno.
Aquella no era la primera vez y seguramente tampoco sería la última, porque el poder nunca había sido amigo de la libertad de expresión ni supo nunca sostener un margen de respeto a la actividad periodística.
Errado sería creer que, tras 14 años de desaforado despilfarro, aquel inquebrantable e inmemorial vínculo germinaría en una melancólica indulgencia; porque arremetidos por la lúgubre lujuria, aquella relación se despeñó por las siniestras paredes de la desolación.
Cuando la comisión llegó, aquel país, rodeado de montañas donde se mascaba coca y se celebraba al demonio en festividades de ocasión, sintió que la esperanza renacía; pero ese sentimiento, sesgado por la corrupción, inundó únicamente el corazón de los ingenuos, de los engañados y de las autoridades de gobierno.
Aquel lunes indomable, resquebrajo de sol y lluvia, arrancaba un hecho inusitado, un suceso precioso y artístico, un acontecimiento tanto extraño como maravilloso: un encuentro mundial de poetas.
Cochabamba, próxima a ser declarada Territorio Literario, iniciaba la semana con esta noticia, una novedad distinta que permitía a los estantes y habitantes de este valle olvidar por un breve tiempo la escasez del dólar, el flagelo del dengue, la corrupción judicial y hasta la podredumbre del poder.
Cuando Rufino Amapola giró el rostro, se dio cuenta de que todo estaba en todas partes y al mismo tiempo, no era que su memoria evocaba los recientes premios de la Academia, se trataba más bien de una sensación cargada de náuseas e indisposición, una melancolía rastrera que no definía si era el sendero definitivo a la muerte o el camino excelso al cielo.
Para entonces Rufino Amapola llevaba solamente dos minutos de muerto, y recordaba aún el llanto de su mujer ante las palabras exactas de su doctor.
La jornada aciaga en que se animó a patear la vetusta silla de plástico azul, aquella por la que nadie hubiese dado un peso, pero que, sin embargo, alguien supo poner a su lado para que se siente el que otrora fuese el dueño del país, no imaginó que los efectos para él y para los suyos iban a ser devastadores.
Era un día común de febrero, parecía terminar la peste, no porque hubiésemos derrotado al bicho, pero sí porque al menos ya no nos moríamos luego de tragarlo.
Encabronada por la noticia, Filiberta Magdalena desparramó el rebalse de su impotencia ante su familia: —
—¡Ni Lucho, ni Camacho! —gritó en un espasmo de liberación que inundó de indignación la mesa de la cena.
Aquel día, sin darse cuenta y habiendo atravesado de modo silencioso los carnavales y el Miércoles de Ceniza, había vencido el plazo dado al presidente para que éste firme la amnistía a los presos políticos del país. No lo iba a hacer.
La tarde en que Soila Vaca captó el enredo histórico en el que se metió por haberse casado con Victor Toro, se enteró también de que para la justicia de su país aún seguía siendo un derecho humano el perpetuarse en el poder.
La mujer, que acababa de canar por completo, rondaba los 95 años, y si bien no recordaba el nombre de sus hijos ni el momento y lugar donde conoció a su difunto esposo, sí rememoraba con claridad que en 2019 supo bloquear con pititas y piedras, con gritos y pancartas, hasta lograr la renuncia del tirano.
Cuando Ponciano Esmeralda vio a aquellos hombres que más parecían un par de roperos de dos cuerpos antes que sujetos de carne y hueso, se sorprendió. Los observó desde lo alto de un cielo altiplánico y azul, y mientras hacía la fila para ver si podía ser admitido en el Reino de Dios. No los notó por sus bien marcados músculos, que contrastaban con la forma y ancho de la mayoría de los mortales, pero sí los divisó porque ambos caminaban de la mano.
Corrían poco más de las tres de la madrugada cuando alguien tocó la puerta de Rosalía Azafrán, su sueño, desde siempre liviano y nebuloso, se destrozó en mil pedazos ante el estrépito de un timbre que pareció resquebrajar el silencio nocturno. Confundida y buscando su propia vigilia, la mujer bajó las gradas, cruzó el pasillo, sintió el olor de las begonias del jardín y abrió la minúscula ventanilla que tenía en su puerta.