Dictaduras, persecuciones y cultura

Columna
LA ESPADA EN LA PALABRA
Publicado el 23/07/2023

Mi padre nació en el bucólico cantón de Chuma (capital de la provincia Muñecas) por una situación fortuita. Su padre (mi abuelo) era militante de la FSB, y por aquella época (principios de los años 60) la persecución del MNR a los disidentes aún era virulenta. Para entonces mi abuelo ya había sido golpeado y arrestado en la cárcel de San Pedro, como preso político. Cuando mi padre ya estaba por nacer, la joven pareja que lo tendría tuvo que escapar de La Paz a Chuma, donde sus padres (mis bisabuelos) poseían propiedades campestres desde hacía varias décadas.

Eran tiempos de un autoritarismo brutal. Mis lectores saben que yo no tengo nada que decir en favor del MAS, pero, si comparamos el autoritarismo del MNR con el del MAS, y para ser justos con la historia, probablemente debamos indicar que este quedaría como un piojo tuerto al lado de aquel.

Como en buena parte de los estados latinoamericanos independizados de España, el autoritarismo ha sido la normalidad, y no la excepción, en la historia de Bolivia. Esta situación, sumada al paisaje gris y el aislamiento que dominan al que hasta hoy es su centro político (La Paz), le significó al país algo así como una tensión crónica. Pero, en ciertos periodos, el oriente tampoco se puede exculpar de ello: en las épocas de la fiebre popular por el MNR, Santa Cruz fue también una zona de represión e intolerancia.

Las atmósferas autoritarias tienen varios efectos tristes: provocan no solo migraciones, que a veces significan la desintegración de núcleos familiares, sino también el silenciamiento de la cultura. En 1953 una turba de fanáticos del MNR destruyó el periódico cochabambino Los Tiempos, en 1970 el matutino El Diario tuvo que interrumpir su trabajo por una turba de izquierdistas que destruyeron sus imprentas y en 2023 el periódico paceño Página Siete cerró por hostigamiento político y asfixia económica, por mencionar solo unos cuantos ejemplos.

Es que a los autoritarios, muchos de ellos ilustrados —como Mao Zedong en China o Trotski en la URSS—, no les agradan los libros, los periódicos y los autores críticos, pues los sienten como una piedrecilla en su zapato. La psicología del autoritario es un fenómeno digno de exploración tanto para la ciencia como para el arte.

Hace muy poco se cumplieron 43 años del golpe de Estado del militar Luis García Meza, que instauró lo que él llamó Gobierno de la Reconstrucción Nacional. Fue, creo yo, junto con el de Melgarejo y el de Evo Morales, uno de los peores gobiernos de la historia boliviana, no solamente por la represión, la ineptitud y la indolencia que lo marcaron, sino además por el bandidismo, el narcotráfico y la corrupción que campearon durante esos meses negros. Fue un Gobierno dictatorial de derechas… Sin embargo, cuando se habla de un gobierno tan déspota y gangrenado por la corruptela, ¿qué más da si es de derechas o de izquierdas? Aquellos adjetivos terminan sobrando.

Hace dos años, la Fundación para el Periodismo y Plural Editores publicaron un libro titulado El periodismo en tiempos de dictadura: las experiencias de Prensa, Apertura y ANF, escrito por los periodistas Harold Olmos, Fernando Salazar y mi amigo el Gato Salazar. El texto, que es un compilado de crónicas, constituye un testimonio significativo para ver cómo el periodismo es tan vital para las democracias y para que el lector reflexione, por sí mismo, sobre cómo ciertos hechos —como el cierre de medios críticos— pueden seguirse replicando en nuestro presente, cuando creemos que el mundo debería ser un poco más civilizado (o menos bárbaro) que antes. Lo evidente es que ciertas tendencias oscuras de la historia no se terminan de erradicar; el autoritarismo está latente no solo en Bolivia ni siquiera en Latinoamérica únicamente, sino en varias partes del mundo: China, Corea del Norte, Rusia, varios países africanos, Medio Oriente e incluso los adalides de la democracia como Francia, Inglaterra o Estados Unidos, registran en sus realidades sociopolíticas cotidianas hechos de intolerancia que no pueden ser contenidos por unas instituciones débiles y ante los cuales una diplomacia que parece estar en decadencia mira perpleja.

Como en Bolivia el autoritarismo ha sido la normalidad y no la excepción, no se debería hablar de reconquista de la democracia, sino más bien de su conquista. (No se puede reconquistar algo que casi nunca se tuvo.) Los bolivianos deberían darse cuenta de que el solo hecho de que la ciudadanía —esa condición que aquí sigue sin ser derecho de todos porque se mantiene como privilegio de pocos— haya sido y sea todavía solo aparente, es un indicador certero de que no se vive ni se ha vivido en democracia.

 

El autor es profesor universitario

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