La letra con palo entra…
Pensar que hay maestros que opinan así… y unos cuantos que, todavía, lo practican. Un caso de esos nos reportó la prensa en días pasados, mereciendo repulsa general y medidas pertinentes por parte de las autoridades. Y aunque –felizmente– se trata de casos aislados, es oportuno tomar pie en estos hechos que salen a la luz para ayudarnos a pensar en lo que está detrás del episodio y no es aparente. Transformando esos episodios en posibilidades de aprender.
Una primera reflexión es que para ejercer la docencia no es solo importante tener un diploma y recibir muchos cursos…, pues eso no hace, necesariamente, a una persona idónea para ser maestro o maestra. La idoneidad implica demostración práctica diaria de actitudes y valores. Eso no se mide una sola vez, incluso cuando el proceso de incorporación de docentes aplique rigurosos instrumentos de selección. La idoneidad es una suerte de principio dinámico que se perfecciona, pero, también, se pierde. Igual que el conocimiento, que puede quedar obsoleto o estar en permanente construcción. Nos lleva al polémico tema de la evaluación de los docentes, que debiera incluir evaluación periódica de la vivencia de valores y la identificación oportuna de las señales de alerta de conductas violentas. Directores y supervisores no pueden esperar a que llegue el palo para darse cuenta de que alguien no es, precisamente, factor de clima emocional positivo en su aula.
La segunda reflexión es que la violencia escolar es un fenómeno cotidiano que se presenta en diversidad de formas –no solamente la física– que no suelen atraer la atención de los titulares de prensa. Ocurren con frecuencia en las comunidades escolares, hasta el punto de que algunos estudios afirman que en los centros educativos prima un estado de conflictividad genérica, dada por las dinámicas de integración entre alumnos, de estos con la institución y la capacidad de mediación de esas relaciones por parte de los docentes. Un estudio realizado por Cepal en 2015 reveló que un 30% de jóvenes afirma que vive situaciones de violencia de diverso tipo en la escuela. Lo que alarma, porque están asociadas a una cultura generalizada que valida la violencia como la vía privilegiada de resolución de conflictos. No está exento de ella nuestro país. Dos o tres años atrás, el exDefensor del Pueblo presentó, en un evento internacional, datos de un estudio de la Defensoría en la que encontró que un 40% de los profesores piensa que el cumplimiento de los reglamentos a través del castigo, es la forma “eficaz, útil y necesaria” para educar y corregir conductas. Encontró, también, que la forma de castigo más usual es el castigo corporal. Además, 7 de cada 10 profesores, señalaron que son los padres y madres quienes les autorizan utilizar el castigo para corregir a sus hijos e hijas. Apenas el mes pasado, Unicef dio a conocer un informe global sobre la violencia escolar, con el título: “Una lección diaria. Acabar con la violencia en las escuelas #ENDViolence”. Cifras escalofriantes a nivel mundial. Cuán oportuno sería que, tomando pie en el episodio que nos hace reflexionar, la Oficina de Unicef en el Estado Plurinacional de Bolivia apoyara a las autoridades ministeriales para producir una versión nacional de esos datos y actualizar los que se tienen sobre las diferentes formas en que se manifiesta el fenómeno en nuestro país.
Una reflexión final, que comparto con mis lectores, versa sobre el ejercicio de la autoridad en la escuela y la crisis por la que pareciera estar atravesando, debido a los cambios en las relaciones intergeneracionales. Sí. Pero, también, debido a las olas de autoritarismo que están inundando el escenario nacional e internacional. La escuela no puede aceptar que estas olas lleguen a sus aulas. Mirar la autoridad desde la escuela consiste en disociarla del poder y del autoritarismo, como lo hace Hannah Arendt. Hace falta que los educadores interioricemos que la autoridad comporta una forma de obediencia que no se sustenta sobre la imposición, la coerción o la violencia, sino se asienta en otros factores, como el reconocimiento de ella. El cual se produce por la confianza, el prestigio, la reputación, la sabiduría, el respeto, la ascendencia… Es decir, la autoridad tiene que ser ganada, conquistada. En la gran política como en la pequeñez del aula.
El autor es doctor en pedagogía
Jorge.riverap@tigomail.cr
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