La última dictadura militar en Bolivia
Hace 40 años, el 17 de julio de 1980, comenzó a escribirse una de las páginas más oprobiosas de la historia contemporánea de nuestro país. Ese día, una combinación de la estrechez de miras de los sectores más conservadores y reaccionarios de la sociedad, las organizaciones pioneras en el narcotráfico, los afanes hegemónicos de militares inspirados en la dictadura argentina y sus métodos, y el servilismo de algunos políticos civiles, hizo posible un feroz golpe de Estado contra la naciente democracia.
Es bueno recordar hoy tales acontecimientos por dos razones fundamentales. La primera es que mantener frescos en la memoria los hechos de la historia es la mejor manera de evitar reincidir en los errores colectivos y reproducir, en cambio, los aciertos. Y la segunda, es que pese al tiempo transcurrido hay aún tareas pendientes que mientras no sean del todo cumplidas permanecerán como un lastre que nos atará al pasado.
La tenacidad con que continúan imponiéndose poderosos intereses que impiden el pleno esclarecimiento de los hechos que hoy recordamos, como los que se resisten a la apertura de los archivos militares relativos a cuanto ocurrió el 17 de julio de 1980 y los días posteriores es la máxima expresión de lo dicho.
Desde una perspectiva histórica, las cuatro décadas transcurridas hasta hoy pueden parecer suficientes para dar por cerrado ese capítulo de la historia. No es menos cierto, sin embargo, que, como a diario se constata en nuestro país, y en otros, nunca se puede dar por descartado el peligro de que la institucionalidad democrática sea sustituida, de una forma u otra, por un régimen dictatorial.
Así lo enseñan ahora mismo experiencias como la de Venezuela y Nicaragua. Ambos casos evidencian que nunca dejan de estar latentes las fuerzas que se inclinan por los medios autoritarios de ejercicio del poder y ven en las formas e instituciones democráticas un obstáculo incómodo al que quisieran retirar de su camino.
Por eso, en fechas como hoy es necesario recordar que, contra cualquier riesgo de recaer en la tentación totalitaria, no hay mejor antídoto que la preservación, consolidación y constante fortalecimiento de las instituciones republicanas concebidas, precisamente, para poner límites a las atribuciones y a la duración de los períodos durante los que un mismo individuo, o grupo de individuos, pueden ejercer el poder. De otro modo, su uso degenera en abuso. Y de ahí, a situaciones extremas como las que jalonaron nuestra historia hasta 1980, y se repitieron entre 2006 y 2019, no hay mucha distancia.