Manifiesto contra el doblaje
El dominio abrumador de las películas dobladas sobre las películas con idioma original en las salas locales no sólo evidencia que los propietarios y administradores de cines son unos mercachifles que no profesan ningún afecto ni consideración por el arte, sino también que nuestra sociedad tiene tal aversión a la palabra escrita que no sólo usa los pocos libros que tiene en casa como cuña para nivelar la mesa del comedor, sino que no está dispuesta siquiera a leer las dos líneas de subtítulos que acompañan a los filmes.
A principios del siglo XX, el doblaje fue implementado, principalmente, por el alto nivel de analfabetismo en la población mundial; después, sirvió como herramienta de las dictaduras para censurar o distorsionar argumentos o diálogos que fuesen en su contra y, de paso, domeñar a las masas.
En la España de Franco, por ejemplo, los censores convirtieron a Rick Blaine —personaje interpretado por Humphrey Bogart en Casablanca (1942)—, excombatiente de la guerra civil española en las Brigadas Internacionales, en un modesto crítico contra la anexión de Austria por la Alemania nazi. Fueron aún más audaces en Mogambo (1953), donde el doblaje convirtió en hermanos al matrimonio formado por los personajes de Grace Kelly y Donald Sinden, dando lugar a escenas incestuosas.
Más de un siglo después, salvo en películas para niños pequeños, el doblaje no tiene una justificación contundente, al contrario, revelan el letargo de gruesa parte de la humanidad.
Es cierto que el ciudadano promedio es un individuo rústico que lleva corte-tutuma, escucha reguetón y escupe en la acera las cáscaras de su mandarina, pero sabe leer. Por lo tanto, debemos explicarle cuidadosamente, cuidando nuestras palabras para que no se ofenda y nos agreda con la llave-cruz que tiene en su vehículo, que una película doblada es una obra disminuida, equiparable a una pintura hermosa escondida detrás de un vidrio catedral, y convencerlo pacientemente de lo extraordinario que es ver Pulp Fiction (1994) en idioma original y escuchar a Samuel L. Jackson recitar a Ezequiel 25:17 antes de disparar a quemarropa al muchacho que estafó a su jefe, o a Cate Blanchett hundirse en la depresión y entablar largos monólogos contra los hombres embaucadores y los giros despiadados que da la vida, en Blue Jasmine (2013).
La voz es un elemento fundamental en la interpretación. Los actores invierten mucho tiempo y esfuerzo por lograr un determinado acento, entonación y ritmo para que su personaje sea lo más auténtico posible. El doblaje destruye su trabajo y también el de los escritores, porque no hay diálogo ni mensaje que sobreviva al mecanismo de ajustar los parlamentos al movimiento de los labios.
A excepción del caso de Penélope Cruz, actriz que se dobla muy bien a sí misma, el resultado del doblaje es siempre catastrófico. No cabe otra definición tras escuchar al mosquetero Athos, interpretado por John Malkovich en The man in the iron mask (1998), hablando en lo que las productoras definen como español latino, desechando así la entonación pastosa y dramática del actor, o a Vito Corleone dirigiéndose con acento caribeño a los jefes de las otras familias, amenazando con “dar chalina” (estrangular), al estilo del dictador Rafael Trujillo, a quien atente contra la vida de su hijo Michael que regresa a Nueva York de su exilio forzado en Sicilia, descartando sin reparo todo el esfuerzo e imaginación del actor Marlon Brando, que para interpretar al jefe de la mafia utilizó una prótesis dental que le abultó la mandíbula y contribuyó al tono apagado y a la vez terminante de su voz.
Y el doblaje bordea ya lo criminal en películas donde un intérprete sólo pone la voz, como Scarlett Johansson en Her (2013), en cuya versión doblada el espectador es privado de escuchar esa maravillosa entonación capaz de estremecer hasta a las piedras.
Así como nuestras desnutridas librerías, donde unas pocas novelas están asfixiadas por libros de cocina, autoayuda y astrología, los cines locales nos decepcionan con una pésima oferta constituida por lo peor de la comedia, el drama y el terror de Hollywood. Y cuando por pura casualidad, quizás por descuido de los administradores de las salas, llega una película de calidad, pasan su versión doblada en todas sus funciones salvo en la última, que, parafraseando a Les Luthiers, se proyecta en el horario estelar de las tres de la mañana.
Nos hemos puesto la mediocridad como fin supremo.
El autor es arquitecto en Atelier Puro Humo
Columnas de DENNIS LEMA ANDRADE