Historia de delfines
Se llama delfín a quien recibe el favor del monarca para heredar la Corona. El término se aplicaba a los primogénitos de la familia real francesa.
Este tránsito doloroso de dejación del poder en favor de otro ha sido desgarrador para los caudillos latinoamericanos. Lo han usado tarde, mal o nunca.
Uno de los síntomas del caudillismo es pensar que el jefe supremo es irreemplazable. Sus hazañas y sacrificios en el pasado revolucionario previo lo habrían transformado en un ser excepcional.
Por tanto, nadie se le parece y toda sucesión iría en perjuicio del país y sus habitantes. Estos jerarcas erosionan la democracia de un modo agresivo.
Ni Perón fue reemplazado por Cámpora, ni un Castro relevó efectivamente a otro Castro. Los caudillos sólo dejaron volar a sus pupilos cuando la muerte les pisaba los talones.
No pudo haber Maduro si Chávez no fallecía, y tampoco Alan García si Haya de la Torre no era vencido por la edad. En nuestras latitudes, los delfines suelen saltar del lecho funerario del supremo líder.
Las peores maldiciones caen sobre los delfines que reemplazan a los jefes cuando éstos aún están vivos y activos.
Ésa fue la desgracia de Lenín Moreno, fulminado desde Bruselas, o de Luis Arce, hecho añicos desde el Chapare. El prócer viviente no tolera que alguien sea capaz de gobernar con criterio propio, que descarte sus erradas políticas o incluso tenga mejores ideas.
Hasta ahora, entonces, no conocemos un delfín feliz y trascendente en la región.
México es la siguiente prueba, ojalá sea la excepción que confirme la regla.
A partir de este año averiguaremos si Claudia Sheinbaum puede volar libre y lo más lejos posible de la pesada herencia de AMLO, quien ha prometido retirarse a su rancho para seguir llenando libretas que se conviertan en libros.
Columnas de LA H PARLANTE