Abraham Lincoln “Tiendo a no decir nada salvo cuando creo que mis palabras pueden ser útiles”

Cultura
Publicado el 08/04/2018 a las 0h00
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Entrevista, Goldwin Smith, Macmillan’s Magazine, 7 de febrero de 1865

El encuentro que el historiador y periodista inglés Goldwin Smith le realizó el presidente de Estados Unidos, Abraham Lincoln, en 1865, tiene todos los elementos de las entrevistas de esa época: hay pocas palabras literales del protagonista, y muchas apreciaciones personales del entrevistador. De hecho, por aquel entonces, en ámbitos intelectuales, no era visto con bueno ojos que se reprodujeran de forma textual el detalle de los diálogos entre caballeros.

Sin embargo, pese a que el resultado es un monólogo de Smith que es salpicado por alguna esporádicas apariciones directas de Lincoln, es fascinante ya que muestra los tópicos de la época sobre el Presidente estadounidense, muy alejadas del estadista que vemos desde la actualidad.

Smith llegó a Washington para entrevistarse con un “patán”. Esa era, más o menos, la idea que tenía un inglés promedio de los estadounidenses en general y de Lincoln en particular. Junto a su equipaje, el entrevistador también cargaba otros prejuicios, como ser la falta de educación y de refinados modales que se les atribuía a los americanos, incluido, claro está, su Presidente. Sin embargo, a medida que avanza el texto, el autor comienza a demoler esos lugares comunes y lo comienza a conquistar la personalidad de ese hombre que había sido reelecto hacía pocos meses.

Otro aspecto que sorprende a Smith es la facilidad con la que se accede al Presidente, la falta de formalidad de su entorno y la ausencia de guardias, conformando todo un augurio del trágico desenlace que enfrentará Lincoln apenas dos meses más tarde.

 

Entrevista

Durante una reciente visita a Estados Unidos, el autor de este artículo realizó una breve entrevista al presidente Lincoln, que acababa de ser reelecto (1). Los hombres públicos estadounidenses tienen muy buena disposición para conceder este tipo de entrevistas, incluso a personas que no tienen asuntos que tratar con ellos; o tal vez lo que sucede es que el pueblo soberano exige a los servidores públicos que estén siempre a disposición de quien quiera hablar con ellos. Esta carga es particularmente pesada porque al no haber un servicio civil organizado, los servidores públicos no cuentan con asistencia para llevar a cabo las distintas tareas que les competen, las que recaen —más de lo debido— en el jefe del departamento. La Casa Blanca y los departamentos de Estado han sido sabiamente ubicados a una distancia considerable del Capitolio, para evitar que los miembros del Congreso se presenten continuamente ante el presidente y los miembros del gabinete. Pero es muy probable que cada uno de estos funcionarios dedique gran parte de las mañanas a entrevistas que no tienen ninguna relación con el servicio público.

Para entrar al despacho del Presidente se debe atravesar una antesala, en la que seguramente han esperado impacientes muchos aspirantes a cargos y muchos intrigantes. No existen formalidades, no hay nada parecido a un guardia y si este hombre es realmente “un tirano peor que Robespierre”, debe tener una gran confianza en la extraordinaria paciencia de los de su especie. El despacho es una habitación común con un único adorno que llamó la atención del autor: una gran fotografía de John Bright.

Conocemos bien el rostro y el aspecto del Presidente gracias a retratos y caricaturas. Su complexión —huesos grandes, musculoso, más de un metro noventa de altura— probablemente sea la de los terratenientes del norte de Inglaterra, de donde, a juzgar por el apellido Lincoln, vinieron sus ancestros, complexión ahora más enjuta y delgada debido al clima americano. El rostro también denota la solidez de carácter y el sentido común de un terrateniente inglés, combinados con el espíritu emprendedor y la rudeza de un yanqui del Oeste. La brutal fidelidad de la fotografía, como es habitual, muestra los rasgos del original pero no transmite la expresión, que es bondadosa y, salvo cuando ríe, seria y atenta. Sus maneras y trato son sencillos, modestos, para nada afectados, carentes de vulgaridad, salvo a los ojos de quienes son ellos mismos vulgares.

No vale la pena repetir prácticamente nada de lo que se conversó. Se habló, en parte, de hechos relacionados con las recientes elecciones. El Presidente trataba de dilucidar, a partir del escrutinio, que en ese momento no estaba terminado, si el número de electores había disminuido desde el inicio de la guerra; tenía esperanzas de que no fuera así. Parecía obsesionado con ese tema. Señaló que, en el cálculo de hombres caídos en la guerra había que descontar un buen porcentaje que correspondía a hombres que de todos modos habrían muerto y que en general se contaban como muertos en combate.

También dijo que los recuentos de la matanza eran muy exagerados, ya que incluían entre los muertos a muchos hombres cuyo plazo de alistamiento había vencido y que habían sido sustituidos por otros o se habían vuelto a alistar; para ilustrar lo que quería decir, contó una de las historias que lo caracterizan: “Un negro había estado aprendiendo aritmética. Otro negro le preguntó: ‘Si le disparo a las tres palomas que están posadas en el cerco y mato a una, ¿cuántas quedan?’ ‘Una’, respondió el que estudiaba aritmética. ‘No’, dijo el otro negro, ‘las otras dos volarían y se irían’”.

Durante la conversación hizo otras dos o tres de estas historias, si puede llamárselas así, más para ejemplificar algún comentario que por la anécdota en sí. Para el autor, esta inclinación no obedece a un temperamento especialmente jocoso ni mucho menos a un gusto por la frivolidad descarnada —como cantar canciones jocosas frente a tumbas de soldados— sino al humor del Oeste y sobre todo al humor de un hombre del Oeste acostumbrado a dirigirse a audiencias populares y a transmitir sus ideas mediante ejemplos vívidos y cotidianos. Habremos estudiado muy superficialmente el carácter estadounidense y el carácter inglés del que aquel deriva si ignoramos que una cierta frivolidad en la expresión, incluso al hablar de temas importantes, es perfectamente compatible con la solemnidad y seriedad. El lenguaje utilizado por el presidente, al igual que su actitud, fue sumamente sencillo; no dijo ninguna frase grosera ni vulgar, y todas sus palabras tenían un sentido.

“Patán bruto” es el epíteto que ciertos periódicos ingleses usan para referirse al dos veces electo representante de la nación estadounidense. La frecuente repetición de esta frase y otras equivalentes probablemente haya fijado esa imagen del Sr. Lincoln en las mentes de las irreflexivas masas de nuestro país. Quienes utilizan este lenguaje lo hacen —sin conocer al hombre ni a la clase a la que este pertenece— basándose en el hecho innegable de que el Sr. Lincoln es hijo de un pobre granjero del Oeste, que creció en una cabaña de madera y que hasta pasados los 20 años vivió del trabajo de sus manos, las que tal vez conserven aún huellas de pesadas faenas, como el poco aristocrático tamaño que tantas veces señalan sus detractores.

Pero el Sr. Lincoln anhelaba conocimiento. Pedía prestados los libros que no podía comprar. Cuenta una anécdota que adquirió uno de ellos con el fruto de tres días de duro trabajo cargando forraje. De trabajador rural pasó a dependiente de tienda, fue topógrafo durante un corto período, y por último obtuvo el título de abogado. Sus compañeros, por supuesto, fueron granjeros del Oeste; pero aunque los granjeros del Oeste sean menos refinados que los señores ingleses, probablemente no les vayan en zaga en conocimientos. Son tan ignorantes en latín y en griego como lo son generalmente los señores ingleses dos años después de haber terminado la universidad, pero saben muchas cosas que no forman parte de la educación de los señores. El propio autor ha conversado con hombres de la misma clase y origen que el Presidente sobre temas políticos y religiosos, y ni por un momento se le ocurriría concluir que alguno de ellos pudiera admirar a un patán.

En cuanto a las cuestiones políticas que les atañen, estos granjeros probablemente sean tan astutos e inteligentes como cualquier otro hombre. Son grandes lectores de periódicos y entusiastas asistentes a reuniones políticas. No es raro que durante las campañas electorales, los dos candidatos, en vez de dirigirse a sus partidarios por separado, hagan sus giras juntos y se enfrenten verbalmente en diferentes puntos del distrito electoral ante electores de ambos bandos. Se designa a un moderador y el debate se desarrolla en orden y con buen humor. Semejante ejercicio obliga a los políticos a pensar claramente, como mínimo.

El Sr. Lincoln se enfrentó a Douglas (2), el gran campeón del Partido Demócrata, en una serie de estos torneos durante la campaña de 1858, y la habilidad que demostró entonces sentó las bases de su reputación nacional. Ciertos corresponsales de la prensa inglesa han dado a entender que sus discursos fueron preparados por reporteros enviados por su partido, pero no parece demasiado creíble que el Sr. Douglas y sus amigos hayan permitido que esos discursos sustituyeran los realmente preparados por su oponente. Esa historia es sólo otro intento por sostener la teoría de que el Presidente de Estados Unidos sólo es un patán.

Su alocución en la consagración del cementerio en Gettysburg basta para probar que el Sr. Lincoln es algo más que un patán. En esa ocasión, el mayor orador de Estados Unidos (3) pronunció un discurso largo, elaborado y muy elocuente, con toda la elegancia de expresión que lo caracteriza. El Presidente, con un estilo sumamente directo, pronunció estas palabras:

“Hace 87 años nuestros padres crearon en este continente una nueva nación, concebida en libertad y consagrada al principio de que todos los hombres nacen iguales”.

“Ahora estamos enfrascados en una gran guerra civil que pone a prueba si esa nación u otra así concebida y consagrada puede perdurar. Nos encontramos en el lugar donde se libró una de las grandes batallas de esa guerra. Hemos venido a consagrar una parte de ese campo de batalla al eterno reposo de aquellos que dieron sus vidas por esta nación. Es justo y correcto que así lo hagamos”.

“Pero en realidad nosotros no podemos dedicar, no podemos consagrar, no podemos santificar este suelo. Los valientes hombres que aquí lucharon, tanto los que murieron como los que sobrevivieron, ya lo consagraron, independientemente del valor que nosotros podamos agregarle o quitarle. El mundo apenas advertirá y no recordará por mucho a tiempo lo que digamos hoy, pero nunca olvidará lo que ellos hicieron. Somos más bien nosotros, los vivos, los que debemos comprometernos hoy a terminar la obra inconclusa de quienes lucharon y que con tanta nobleza la hicieron avanzar. Somos más bien nosotros los que debemos comprometernos a cumplir la gran tarea que nos queda por delante; los que debemos emular la gran devoción a la causa de estos muertos que hoy honramos y por la que ellos dieron su máxima ofrenda; los que tenemos en nuestra manos la posibilidad de decidir que no han muerto en vano, de hacer que esta nación, con la bendición de Dios, vea renacer la libertad y de lograr que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, no desaparezca de la faz de la Tierra”.

Hay un par de frases, como “consagrada al principio” que revelan una mano poco acostumbrada a escribir y prueban que la pieza pertenece al propio Lincoln. Pero en cuanto a la esencia, ningún rey europeo podría haberse expresado de manera tan regia como el hijo del campesino, e incluso en cuanto a la forma, no podemos dejar de señalar que la simplicidad de la estructura y la riqueza del significado son las características propias del estilo clásico. ¿Podemos creer que el hombre que tuvo el innato buen gusto de crear esta alocución sea capaz de inmoralidades, de incitar a cantar canciones jocosas frente a tumbas de soldados?

El Sr. Lincoln no es un político con grandes estudios, lo que es de lamentar, porque durante la reconstrucción de su nación deberá enfrentar problemas políticos para cuya solución serán necesarios todos los conocimientos que la ciencia política y la historia puedan aportar.

Como la mayoría de los estadistas estadounidenses, desconoce totalmente los principios de la economía y las finanzas, y es bastante plausible que sea, según se dice, el autor de ese extraño sistema de recaudación de fondos que consiste en emitir un tipo de acciones que no pueden ser incautadas en caso de deuda. Pero, dentro de los límites de sus conocimientos y su visión, que no van más allá de la constitución, las leyes y las circunstancias políticas de su país, es un estadista.

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Abraham Lincoln
ARCHIVO

Capta perfectamente los principios fundamentales de la comunidad a la cabeza de la cual se encuentra, y siempre que puede los expresa con una amplitud y una claridad que refuerzan su validez. En ningún momento pierde de vista su principal objetivo, al que apuntan sistemáticamente todas sus acciones: la preservación de la Unión y el respeto de su constitución. Si en ocasiones se deja llevar por los acontecimientos, no es porque pierda de vista sus principios ni mucho menos porque no sepa hacia dónde va, sino porque reconoce en ellos la expresión de fuerzas morales —que está obligado a tomar en cuenta— y del mandato divino —que está obligado a obedecer—.

No deambula de un sector del partido a otro ni cede a las presiones de ninguno de ellos —abolicionistas o meramente políticos— sino que los considera a todos elementos del Partido de la Unión. Su tarea es mantenerlos unidos y conducirlos hacia la victoria como un único ejército. Para hacerle justicia debemos leer sus escritos y discursos políticos, concentrándonos en la esencia y no en el estilo, que, sobre todo en los discursos, es muchas veces poco erudito pero nunca cae en las exageraciones y fanfarronadas que con tanta frecuencia vemos en los documentos de estado estadounidenses.

Como la mayoría de los republicanos del Oeste, Lincoln no formaba parte del grupo de los abolicionistas radicales sino del sector que se resistía a la generalización de la esclavitud. Era un tenaz y resuelto defensor de los principios de este sector. Por lo tanto, su trayectoria en esta materia ha sido siempre coherente.

No es puritano: más bien todo lo contrario, al menos de palabra, según dicen sus rudos y joviales compañeros de Illinois, pero tiene un verdadero sentido de la presencia y providencia de Dios, y probablemente este sentimiento lo haya ayudado a mantenerse calmo frente al peligro y moderado frente al éxito.

Es curioso comparar el siguiente pasaje, que expresa sus ideas sobre las revelaciones divinas a los gobernantes, con el lenguaje de Cromwell y las autoridades puritanas sobre el mismo asunto. Es un pasaje de la respuesta a una delegación de las iglesias en Chicago, que insistían con la emancipación inmediata:

“Durante las últimas semanas e incluso meses, he pensado mucho sobre el tema al que se refiere el memorando; estoy rodeado de las más diversas opiniones y consejos de hombres de iglesia, todos ellos igualmente convencidos de que la voluntad divina se expresa a través de ellos. Estoy seguro de que algunos, o tal vez todos, están equivocados. Espero que no me consideren irreverente si digo que si Dios está dispuesto a revelar su voluntad a otros sobre algo tan íntimamente relacionado con mi deber, puedo esperar que me lo revele directamente a mí, ya que, salvo que me esté engañando a mí mismo más de lo habitual, mi más ansiado anhelo es conocer la voluntad divina en esta materia. ¡Y si logro conocerla, la cumpliré! Pero éstas no son épocas de milagros y supongo que coincidirán conmigo en que no debo esperar una revelación directa. Debo estudiar los hechos concretos, determinar qué es posible y saber qué es lo sensato y correcto”.

Queda claro que no hay calumnia más grotesca que la que acusa al Sr. Lincoln de ejercer el poder arbitrariamente. A juzgar por lo que dice y hace, nadie más profundamente imbuido que él de respeto por la libertad y la ley ni más honestamente deseoso de que su nombre se identifique con la permanencia de las instituciones libres. Aprobó, aunque no ordenó, los arrestos militares, pero lo hizo con la convicción de que la constitución le daba el poder de hacerlo y de que se trataba de circunstancias en que era necesario ejercer esa potestad para salvaguardar el Estado. Su justificación denota preocupación por atenerse escrupulosamente a la constitución. A quienes protestan diciendo que las garantías del habeas corpus y el juicio por jurado “tras largos años de guerra civil, protegían fundamentalmente a los ingleses y fueron adoptadas por nuestra constitución al terminar la revolución”, responde: “¿No hubiera sido mejor decir que estas garantías fueron adoptadas y aplicadas durante la guerra civil y durante nuestra revolución en vez de tras una y al terminar la otra? Yo también he respetado estas garantías, tanto antes como después de una guerra civil, y en todo momento ‘salvo cuando la seguridad pública, en casos de rebelión o invasión, requiera su suspensión’”. Cita aquí la constitución, como deberían saberlo quienes acusan al Sr. Lincoln de usurpación flagrante e inexcusable.

Las consecuencias de los estudios de derecho del Sr. Lincoln se perciben tanto en su forma de razonar sobre aspectos constitucionales como en la ocasional agudeza de sus respuestas a los objetores, de la cual la última frase citada es un ejemplo. Pero, afortunadamente para él, se inició en la abogacía bastante tarde, cuando su carácter y su criterio ya estaban formados.

Pocos, incluso entre quienes lo llaman tirano y usurpador, han osado acusarlo de crueldad personal. Es prácticamente imposible obtener su consentimiento para ejecutar a un desertor o a un espía. Se ha propuesto llevar adelante la revolución, si es posible, sin derramar sangre más que en el campo de batalla. Su sentido humanitario es aún más encomiable si consideramos que se cree, y él también lo cree, que hubo un intento de asesinarlo en Baltimore inmediatamente después de que fuera electo por primera vez.

No negamos que se haya equivocado al elegir a sus hombres, sobre todo a los militares. De hecho, en cuanto a los nombramientos militares, ni él ni nadie hubieran podido basarse más que en criterios de experiencia para elegir a los hombres adecuados, a pesar del altísimo costo que esto tuvo. Es cierto que en algunos casos designó jefes militares por razones políticas, pero se cree que las razones políticas estaban vinculadas no a intrigas personales o partidarias sino a necesidades, reales o supuestas, de servicio público. (…) Ningún soldado que hubiera demostrado ser competente fue pasado por alto, aunque la bondad del Presidente haya demorado la remoción de los evidentemente incompetentes.

Otra creencia corriente es que el presidente es excesivamente conversador y que “siempre está asomado al balcón”. Podría hacerse esta acusación a la mayoría de los estadistas estadounidenses, pero el Presidente es una excepción. “Tiendo a no decir nada salvo cuando creo que mis palabras pueden ser útiles”. Desde que fue electo, se ha mantenido fiel a esta máxima y tal vez sea difícil demostrar que alguna vez dio un discurso innecesario o que, invitado a hablar, dijo más de lo que la ocasión requería.

 

TIP

Mediante Proclamación de Emancipación, Lincoln estableció que a partir del 1 de enero de 1863 todos los esclavos en los territorios rebeldes serían libres.

Fido, su perro fiel, lamentablemente, terminó con la misma suerte. El día que asesinaron a Lincoln, también mataron del mismo modo a Fido, su querida mascota.

 

Gobierno.

Fue el primer presidente republicano de la historia de los Estados Unidos.

 

1809

Nació el 12 de febrero de 1809 en una granja rural del estado de Kentucky. Su madre murió cuando él tenía ocho años.

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