
BITÁCORA DEL BÚHO
Nadie mejor que los caciques y sátrapas, saben que el poder de la palabra y la libertad son sinónimo de peligro e incomodidad. Los tiranos son enemigos íntimos de la democracia. A pesar del tiempo y la evolución de la humanidad, permanecen sumidos en lo básico, en lo primario. En sus cuevas malolientes, siempre dispuestos a sacar la cabeza y la lengua para contaminar y sembrar la peste cuando se trata de acaparar el poder.
¿Es la historia un proceso de eterno aprendizaje? ¿Los diferentes sistemas de gobierno en América Latina no encuentran aún la consolidación de una democracia sostenible, incluyente y participativa? ¿La democracia en nuestros países es más una aspiración, una eterna conquista, o más bien una constante espera o una derrota inminente?
“Quizás algún hombre necesitó toda una vida para reunir varios de sus pensamientos, mientras contemplaba el mundo y su existencia y, entonces, me presenté yo y en dos minutos, ¡Zas! Todo liquidado”. (Fahrenheit 451, Ray Bradbury)
Érase una vez un país distópico donde la realidad transcurría en sentido contrario a la de una sociedad convencional.
La predicción del sociólogo Juan Linz se cumplió a cabalidad. Su punzante visión advertía, con un sentido crítico, sobre esas nuevas democracias que corrían el riesgo de desvirtuarse y caer en deterioro a la hora de probar su aplicabilidad.
“La legitimidad le da más energía a la democracia, y la eficacia del régimen contribuye a la legitimación”.
En un gobierno republicano, el poder recae en los ciudadanos, quienes lo ejercen a través de sus representantes (los gobernantes que eligen). Esto quiere decir que las personas delegan el ejercicio del poder, sin que los gobernantes sean los “dueños” del Estado.
“El Episcopado Latinoamericano no puede quedar indiferente ante las tremendas injusticias sociales existentes en América Latina, que mantienen a la mayoría de nuestros pueblos en una dolorosa pobreza cercana en muchísimos casos a la inhumana miseria (…). Sobre el continente latinoamericano Dios ha proyectado una gran Luz que resplandece en el rostro rejuvenecido se su Iglesia”.
Quizás, el antecedente más claro de dominio indígena en Bolivia fue el que ejerció el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) en su tiempo histórico político y social más trascendental. Esa fue una coyuntura clara de poder dual que tuvo sus frutos pero que, con el devenir, deterioró el tejido social y político del país.
En política, como en pandemia, hay que lavarse las manos una y otra vez, la mugre es su caldo de cultivo, y también su vida y su muerte.
Pero el político lo tiene que hacer con una segunda finalidad: quitar todo rastro posible de su contaminada vida y de su insignificante forma de pensar con respecto a la solidaridad, al bien común, a la libertad y a la democracia. Es un Pilatos embustero y canalla. Un Judas infame. Un Caín fratricida que tiene que aniquilar para hacer que sus desgraciadas aspiraciones sobrevivan.
La demagogia, decía Abraham Lincoln, es la capacidad de vestir las ideas menores con palabras mayores.
La retórica, los gobernantes y las aguas pasan, las transformaciones sustanciales en un país, encabezadas por líderes visionarios, quedan. Sus legados son avales para advertir la línea divisoria entre la honestidad y la demagogia y los discursos populistas que tarde o temprano se doblarán para acomodarse en el estuche del tiempo y volver a dormir su sueño temporal.