Cochabamba, los sábados, especialmente
“Nadie es la patria”, decía Jorge L. Borges en su “Oda escrita en 1966”. Ni siquiera el jinete que, alto en el alba de una plaza desierta, rige un corcel de bronce por el tiempo, ni los otros que miran desde el mármol, ni los que prodigaron su bélica ceniza por los campos de América o dejaron un verso o una hazaña o la memoria de una vida cabal en el justo ejercicio de los días.
Nadie es la patria.
Ni siquiera los símbolos” (...)
Libros, caminos y días dan al hombre sabiduría. Pero también el don de la simpleza, de la contemplación que, con frecuencia, tienen sus raíces en las cosas más sencillas y en los hechos cotidianos que nos toca apechugar sin enfado.
En esos caminos y días, nos rondan cronopios en las sienes, en las manos, en la boca, en los ojos y en los pies. Esas criaturas idealistas y sensibles que, pensamos, nos salvarán de todo ataque mortal y pretencioso de los famas que tratan de malograr un buen día, una buena mañana, un buen paseo.
Todos tenemos un día favorito. Es más, todos los nombres de los días encierran en sí un tono significativo, un demonio y un ángel. Especialmente en Cochabamba.
Lunes me suena a redoble de esfuerzos, a desgano, a bruma y a malas noticias. Las malas nuevas casi siempre llegan los lunes.
En lunes, los famas están alertas. ¡Más desdichados que nunca!
Martes me suena a precalentamiento, a cierto logro conseguido para aceptar que la semana se pinta larga y las obligaciones apremian.
Martes es como un mal necesario, un antídoto que neutraliza las ganas de sucumbir. Algo así como un martes de tentación, pero no carnal, sino holgazán.
Miércoles lo siento como un punto sin retorno. Es el día en que todos los sentidos están puestos en las obligaciones. Es un día claro y especialmente activo. Estamos a mitad de semana y, con ella, también nuestra psiquis comparte esa dualidad: ni tan lejos del lunes, ni tan cerca del viernes.
Jueves lo percibo nublado, lánguido, saudade, parece que la balanza se desequilibrará y la proximidad al sagrado viernes ya huele a aromas subyugantes. El mal del jueves es quizá mucho más letal que el mismísimo viernes, porque obliga a imaginar los hechos tal y como sucederán, a elucubrar el pecado mientras uno está en plena fuente de trabajo. Jueves es el autor intelectual de todo lo que sucederá en viernes.
A viernes lo visualizo vestido de rojo, es un día en el que muere lo kafkiano y renace el yo supremo. Es el día en que se revientan los yugos y las represiones. En viernes se vive más para uno y con los demás. Es hora de contar a detalle todo lo que sucedió en la semana, de deshacerse en risas, en gestos, en amor, en pecados, en olvidos y perdones. Viernes aspira a perpetuar en nuestra esencia dual de eros y tánatos cochabambino, un infinito festejo de la vida y por la vida.
Sábado, este es mi día favorito, sobre todo en esta ciudad de eternas contradicciones y escasas predicciones. En Cochabamba, nada es predecible, todo es una sorpresa, un descubrimiento, un regalo.
Me gustan los sábados porque emergen, mágicos, otros rostros sorprendentes que también hacen la esencia de Cochabamba. Los días sábados me hacen sentir a una ciudad de comunicación, de apuros y afanes, de comunión en torno a algo tan antiguo y elemental, el comercio.
La compra y venta de productos, poniendo en medio, todavía, un diálogo casero, sencillo y cotidiano sigue siendo posible en una ciudad diversa y por mucho indiferente a casi todo.
Tengo dos opciones: si dispongo de tiempo y espíritu de luchador, mercado Calatayud, con sus olores, sabores, inseguridades, caos y confusión, o la feria de la avenida Gualberto Villarroel y América que, entre otras cosas, se ha convertido en un crisol de lenguas, costumbres y productos que se van uniendo entre sí para dar como resultado una nueva forma de ver las relaciones interpersonales en esta ciudad que siempre se aferró a su tradición.
Portugués, inglés, francés, alemán, italiano, chino y hasta japonés, no es la Torre de Babel, es el tiempo y espacio de los sábados sociales y comerciales, en donde se puede escuchar estos idiomas bajo una línea maestra, compra y venta de productos caseros, elaborados con ingredientes seleccionados, cada uno con su toque nacional y seductor, con su bandera de país portátil.
Entre esos está mi buen amigo italiano, Marco, que se ha atrevido a ofrecer el mejor tocino que he probado: delicado, olor a ahumado delirante, generoso. Marco vende sus productos a pedido, es un tipo amable y conocedor de lo que hace y el destino que se le dará. Su vinagre balsámico le ha dado otro significado a las ensaladas, es artesanal, su delicadeza y su gusto son sublimes.
Sus jamones curados con increíble rigurosidad se disuelven en la boca, es un bocatto di cardinale que no tiene explicación.
Los quesos de mi estimado amigo Pedro, casado con una italiana, son otra delicia que hasta hace poco ofrecía a los paladares cochabambinos. Madurados, ácidos, fuertes y delicados. Una delicia.
Verduras hidropónicas, panes caseros de distintos sabores, mermeladas, pan pita, embutidos, vinos y cervezas artesanales. ¿Pero qué es esto? Una fiesta a la interacción, a los sabores, es un regreso a lo básico, al principio de toda relación humana. Negociar la palabra, el saludo afable en torno a la comida y a lo que nos hace más comunes.
La comunidad brasileña en nuestra ciudad está contribuyendo a que la gastronomía cochabambina se diversifique, es una opción más para sumar y unir conceptos de hermandad. Bocadillos y platos fuertes, se han convertido en parte importante de eso que Balzac llamaba “¡El arte sublime de masticar!”
Entre la América y Libertador, casi en plena esquina, está Gustavo, sus enrollados de cerdo y quesos son de otro planeta, los vende desde las 10 de la mañana y duran menos que un malvavisco en la boca. Son extraordinarios.
Cochabamba está experimentando desde hace mucho la abundancia de los inmigrantes, de ese enriquecimiento lícito de plantar carpa en cualquier parte del mundo y desde ahí, enseñar y difundir esencias. Eso es lo que más me agrada de los sábados en Cochabamba, disfrutar comprando exquisiteces, compartir una buena charla, comprender que las grandes ciudades y culturas evolucionaron y fueron fuertes gracias al bendito arte de emigrar. “Nadie es la patria, pero todos lo somos”.
El autor es comunicador social.
Columnas de RUDDY ORELLANA V.



















