Las montañas de Jorge Ruiz Calvimonte
Recuerdo las primeras imágenes con las que Werner Herzog abre a la narración una de sus obras cinematográficas más monumentales: Aguirre, la ira de Dios.
En la parte inicial de la película se realiza un recorrido casi celestial y progresivo de imponentes montañas en las que cientos de indígenas caminan con ligereza por estrechos desfiladeros mientras sus rostros —en primer plano— casi parecen rozar las cámaras cuyos encuadres, simultáneamente, se abren en planos panorámicos para luego compactarse en planos medios y formar un círculo, uniendo al último de los personajes con el que encabeza la caminata.
Lo extraño es que mientras transcurre eso, el lenguaje cinematográfico va adquiriendo un sentido cíclico y vigoroso. Liberadas de la necesidad del sonido, las imágenes son descriptivas, autónomas, traídas del pasado, rememoradas e inamovibles.
¡Cierto! Las montañas nunca cambian, son habitantes prehistóricos, gigantes del tiempo y del espacio, centinelas de la naturaleza, guardianes del pasado.
Esa descripción cinematográfica y casi surreal de Aguirre, la ira de Dios me hace recordar la primera vez que vi el mediometraje Las montañas no cambian, del cineasta y documentalista boliviano, Jorge Ruiz Calvimonte. Mientras la veía, me asaltaba una visión involuntaria de conciliar, con justa razón, los espacios infinitos de las escenas, con la esencia liberadora implícita en el filme. Era como una narración sin narrador, un instante en el que los espacios se bastaban a sí mismos para describirse con todo su esplendor y majestuosidad.
Ruiz significa, en el tránsito cinematográfico de nuestro país, ese instante exacto entre la revelación y la espera para que se produzca la primera. Dada la revelación, su trayectoria no se bifurca, sino que invita a transitarla, una y otra vez, por el mismo camino.
Al igual que esa inamovilidad de las montañas, siempre consideré que la trayectoria cinematográfica de Jorge llevaba en su esencia una necesidad de ser contada. Porque, en los hechos, parte de la historia del cine boliviano, (o casi toda) está hecha de la estirpe infatigable y natural de Jorge Ruiz.
El tiempo es circular, dice Friedrich Nietzsche, siempre vuelve a encontrar su punto de partida. Retorna transformado, idéntico o en progreso. Por eso también esa circularidad se asemeja a un mandato vital, una forma de entender la vivencia y supervivencia del hombre.
El mundo andino también tiene su esencia en el tiempo y en el espacio. El tiempo, como un juzgador que observa y espera que la partida por fin se vuelva a unir en cualquier otro tiempo al retorno. El espacio, para proclamar esos sucesos y consolidar el reencuentro.
El gran documentalista Jorge Ruiz lo retrató así en su obra maestra Vuelve Sebastiana.
Una hermosa niña chipaya, con lauraques (adornos en la cabellera) y sonrisa inocente, que trae mensajes simples, pero profundamente trascendentales. A través de este cortometraje, Ruiz demanda y descubre una dualidad insoslayable: el tiempo histórico de Sebastiana y su comunidad, reflejado en el abandono, el hambre, la sequía, el aislamiento y el espacio, como un enclave inmortal que identifica una cultura y su entorno inflexible.
Describe los límites entre los chipayas, descendientes de los chullpas, y los aymaras. Una posición taxativa que Sebastiana rompe, pero sin destruir sus tradiciones.
Esa ruptura limítrofe ejecutada por Sebastiana Kespi es revolucionaria, mas no subversiva, es, ante todo, humana, sin rencores, inocente, poética y profundamente solidaria.
Vuelve Sebastiana siempre será atemporal, no claudica ni muere, pervive en un concepto humano y filosófico que encierra el misterio del eterno retorno: ¡Volver, siempre! para seguir testificando sobre su realidad y aún reclamar, en el presente, el abandono, el hambre, la sequía y el aislamiento que en su tiempo flagelaron a ella y su comunidad. Vuelve para decir que nada cambió, que todo está como no debe estar: abandonado, hambriento, como “tierra reseca, como muerta”.
“¿Cuál es el límite del pasado? ¿Cuál es el límite del futuro?”, se pregunta el narrador (Luis Ramiro Beltrán) al inicio de la película.
Vuelve Sebastiana es una lección de vida y de conjunción entre el bien y el mal. Pero también reta y demanda las paradojas y exabruptos de este Gobierno que se gasta millones en lujos innecesarios. Mientras las sebastianas kespis continúan postergadas y sin estímulos, esperando el tiempo eterno a su etnodesarrollo, a esa “capacidad social, que propone el antropólogo mexicano Guillermo Bonfil, de un pueblo para construir su futuro, utilizando para ello las enseñanzas de su experiencia histórica, y los recursos reales y potenciales de su cultura, de acuerdo con un proyecto que se adapte a sus propios valores y aspiraciones futuras”.
Pasado, presente y futuro, una trilogía que empodera al eterno retorno, como una calesita que gira, pero que, similar a Zaratustra que cuestiona al enano, sentencia el reencuentro como una ley de vida. Vuelve Sebastiana tiene su dicotomía: es un clamor, pero también es una buena nueva.
Ojalá retornes pronto, Sebastiana, y se cumplan las palabras del narrador al inicio del documental: “Ahora ya puedes ir lejos, allá donde dicen que los pastos son buenos, aquí, ya no hay más que tierra reseca, como muerta”.
Y que no sea para recibir solo una condecoración, sino para disfrutar tu bienestar y el de tu comunidad.
Conocimiento, desconocimiento y reconocimiento. ¡Sí! Esa es la esencia suprema de Vuelve Sebastiana, su talismán, el elixir con el que todavía se alimenta. Una práctica que nunca debe olvidarse, el de volver, una y otra vez.
Vuelve Sebastiana se ha convertido en una filosofía de vida. Es el encuentro con la realidad, el descubrimiento de nuestra propia esencia, de lo que realmente somos y queremos ser. Es el espejo que refleja nuestro rostro. Más allá de lo que querríamos ver o no, es un primer intento de nombrarnos a nosotros mismos.
El desconocimiento, una fuerza involuntaria de querer romper el espejo brillante, una intolerable actitud de huir más allá de nuestro entorno, hacia lo opaco, donde todo se ve y se esconde. Es un rechazo.
El reconocimiento: miramos atrás y vemos nuestra sombra, la de nuestro pasado, esa otra punta del círculo vital y regresamos tomados de ella, retornamos sobre nuestros pasos andados. Pisamos nuevamente la tierra y volvemos a vernos en el espejo, tan frágiles, tan cambiados, tan humanos.
Vuelve Sebastiana dejó de ser de los bolivianos, es, ante todo, de la humanidad, porque trascendió más allá de lo esperado y su esencia nació de un tronco común, la redención como núcleo articulador e integrador.
Jorge Ruiz transitó los caminos del éxito y del trabajo sacrificado. Desprende de su raíz una vocación indeleble por contar historias, vidas, sucesos. Es, desde mi punto de vista, uno de los personajes clave para entender a cabalidad la historia real del cine boliviano. El primero y el último de los documentalistas.
El próximo 16 de marzo se celebrarán 101 años del nacimiento, en Sucre, de uno de los documentalistas bolivianos y latinoamericanos más influyentes, desde mis gratos recuerdos que tengo junto a Jorge, conservo en reposo esa frase sencilla e inquebrantable: “Yo he tenido la vocación desde mi juventud y la he mantenido a lo largo de tantos años. Nunca he tenido otro trabajo”.
El autor es comunicador social
Columnas de RUDDY ORELLANA V.