Cállese señor
“Debemos retornar al voto calificado”, dijo en el sauna seco un señor mayor que llevaba el mismo taparrabos acebrado que Alain Delon usaba en Saint-Tropez en los sesentas. Fruncí el ceño y, mientras pensaba si responderle o no –su comentario no estaba dirigido a mí–, recordé que una de las decepciones más grandes que tuve de chico fue descubrir la enorme población de adultos necios que pululan en la sociedad. No son todos, por suerte.
De niño, los observaba con injustificada admiración y daba por sentado que, si el individuo frente a mí tenía canas de patriarca, era oráculo infalible, capaz de instruir sobre variados temas o dirimir con justicia cualquier desacuerdo. Pero no es así. Otra vez, el gran vende-humo que funge –o finge– de vicepresidente de Bolivia está equivocado: las arrugas no denotan sabiduría, Jilata David, sólo envejecimiento, pérdida de colágeno y excesiva exposición al sol.
Mi sospecha surgió a los 14 años. Eran los primeros días del nuevo milenio y noté que el padre de un compañero se había podado en la nuca el número 2.000 para hacerse al gallo y cacarear su originalidad en la fiesta de Año Nuevo. Me invadió una sensación extraña, que ahora preciso como vergüenza ajena, y se me escapó un comentario desafortunado –“¡Qué viejo más pelotudo!”– que provocó el resentimiento de mi pobre amigo.
Entonces abrí los ojos y constaté que ningún adulto es inteligente per se, y que el paso del tiempo, si no se practica la lectura ni la reflexión, no confiere conocimiento, tampoco tino, sino calvicie y sobrepeso –también reflujo gástrico, acotaría Woody Allen–.
Allí comenzó mi escepticismo contra aquellos maestros y docentes que nadaban sin pasión en pequeños estanques, sin cambiar de ritmo ni estilo, aferrados con ambas manos a esa tabla de flotar llamada Power Point. Sobre todo contra los más desubicados que, desesperados por sintonizar con las masas, soltaban palabrotas, chistes subidos de tono e incluso colaboraban con el bullying contra gorditos, cojitos y tartamudos.
Y del escepticismo pasé a la provocación y al boicot cuando, en el parqueo de la U, pillé infraganti al profesor de dibujo, con el rostro encendido y sudoroso, succionando una manguera con todas sus fuerzas, robándome gasolina para su thanta-motocicleta. Por supuesto, desde ese momento me volví impermeable a sus enseñanzas. Sus palabras resbalaban sobre mi piel como el agua de la ducha.
A mis 38, puedo afirmar que ya no me sorprende la ráfaga de sandeces que pueden disparar muchos señores, cuyo hígado almacena más balas que una M60. Más aún en un contexto donde las múltiples crisis nacionales se mezclan con las elecciones y forman un potente coctel que beben sin reparo aquellos cenutrios que piensan que a la sociedad le urge escuchar su opinión.
Cualquier noticia amarillista es suficiente para que enciendan la computadora, se arremanguen la camisa y, agárrate Catalina, tacataca-tacataca, ametrallen textos furibundos, caóticos como pinturas de Pollock, llenos de imprecisiones históricas, diagnósticos arbitrarios, osadísimas (mal)interpretaciones legales, connotaciones racistas y planteamientos antidemocráticos. Los publican orgullosos en hora pico, sin percatarse de lo alejados que están del conocimiento y del sentido común que contiene esa devaluada condición llamada madurez.
El señor de la tanga acebrada es un buen ejemplo. A propósito, en lugar de amedrentar a analistas políticos y economistas, el Ministerio de Gobierno, en su febril cruzada para atrapar a cómplices de esa pobre ficción denominada “zuñigazo”, tendría más posibilidades de cazar potenciales paramilitares en los saunas secos, frecuentados por muchos personajes anclados en el paleolítico, armados, en contra de la norma, de rasuradoras desechables y piedras pómez.
“Sólo la gente con altos estudios debería decidir el futuro del país”, remató el señor –sin considerar que en estos tiempos no hay burro sin diploma– y salió campante hacia la sala de masajes. Me dejó con ganas de señalarle, primero, lo ridícula que le quedaba la malla de Alain Delon. Después, que su discurso es frágil como un castillo de naipes porque se basa en que el debate nacional es entre citadinos-civilizados y supuestas hordas de salvajes. Luego, que a su edad ya debería tener muy en claro lo peligroso que es disparar antes de apuntar. Y finalmente, que si su boca sólo escupe petardos, es mejor que sólo la use para sorber la sopa, venerable señor.
El autor es arquitecto en Atelier Puro Humo
Columnas de DENNIS LEMA ANDRADE