Migrar, ¿un derecho humano?
En 2008 hice un reportaje de televisión sobre hijos de emigrantes bolivianos. Mientras sus padres trabajaban día y noche en países tan lejanos como España, estos niños y jóvenes, de mirada inmensamente triste, crecían con familiares o a veces incluso solos. El dolor de la separación de estas familias era palpable. Y el costo social, humano y hasta económico para un país, es enorme. Algunos padres lograban volver después de un tiempo. Otros conseguían llevarse a sus hijos más tarde. Pero los más, no volvían a ver a sus hijos en muchísimos años, quizá jamás.
Hay que entender que para que una persona o familia tome una decisión tan importante de arriesgarlo todo, la situación de la que huye debe ser realmente desesperante. Todo migrante que hoy en día decide subirse a un barco para cruzar el mediterráneo o subirse a “la bestia” para llegar a la frontera con Estados Unidos, sabe que no sólo pasará por situaciones extremadamente peligrosas, sino que incluso puede que no llegue (con vida) al otro lado. Y aún así, lo hace.
Para la mayoría es un último recurso. Porque en sus países no logran salir de la pobreza por generaciones, porque huyen de violencia o de guerra, de persecución política o religiosa. Arriesgan su vida, su salud, incluso su integridad, para llegar a destinos que no los quieren o que en muchos casos sólo les darán el trabajo más duro. Viven en la sombra, como “ilegales”, ni libres, ni presos.
La palabra “migración” o “migrante” no aparece en la Declaración Universal de Derechos Humanos. Sí se habla del “derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado” (artículo 13), pero no específicamente de migrar. Y es que en la política esta palabra tiene fuerza explosiva.
Lo sabrá Angela Merkel, cuyo gobierno de coalición de sólo tres meses, está tambaleando precisamente por el tema. Y así como esta cuestión tiene de rehén al gobierno alemán e impulsó al Brexit, así también ayudó a gobiernos y presidentes populistas a llegar al poder en Estados Unidos, Italia, Austria y Hungría. El “miedo al otro” está ganando.
Simpatizo con la idea de “cero fronteras”, aunque no llego al extremo de creer que sea posible. Pero hay suficiente ejemplos que muestran que se puede por lo menos encontrar acuerdos más humanos para todas las partes. Ejemplo exitoso es el principio de libre circulación de trabajadores entre los países miembros de la Unión Europea. Miles de “migrantes económicos” de países del sur europeo han logrado sobrevivir la última década gracias a ello y a la libertad de movimiento que conlleva. No le han quitado el trabajo a nadie. Más bien han enriquecido con su conocimiento y cultura a los países que los acogieron.
El show que el presidente Trump está montando en estos días a costa de niños inmigrantes latinos no es sólo bizarro, es inhumano. Y los barcos llenos de inmigrantes varados en el mar mediterráneo tratando de llegar a la Unión Europea, lo propio. Son todos muestra de que como humanos estamos perdiendo el norte.
Es curioso que en tiempos en que – en teoría - todos estamos de acuerdo en que no se debe discriminar a alguien por su raza, género, orientación sexual o religión, aún sea perfectamente normal discriminar a alguien por su nacionalidad, por haber nacido en otro país. Siendo que nuestro lugar de nacimiento está completamente fuera de nuestro poder.
El ser humano no dejará nunca de ser nómada. Y si la humanidad ha llegado tan lejos es también gracias a todos aquellos que se atrevieron a ir por lo desconocido. A menudo lo arriesgaron todo, pero también descubrieron nuevas formas de vivir y pensar. Se mezclaron razas y culturas, haciéndonos más fuertes y resilientes. Países enteros se benefician de la migración. Y justamente Estados Unidos no sobreviviría sin migrantes. Su economía, pero también su carácter como nación, dependen de ellos.
Quiero pensar que los jóvenes a quienes entrevisté hace diez años volvieron a ver a sus padres o quizá incluso a estar con ellos. Y espero que el sacrificio que hicieron estas familias, les haya posibilitado una vida más tranquila. El trauma y la tristeza de la separación sin embargo, no se olvidan jamás.
La autora es analista política. @gkdavalos
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