No todo se arregla en el camino
Usted, que tiene mejor memoria que yo, recuerda sin duda quién es el autor de estos versos: “Caminante, no hay caminos; se hace camino al andar…”. Debe ser de algún viajero empedernido, uno de esos a quienes no les preocupa adónde les lleva el camino que se abre a sus pies; tampoco importa mucho si será bueno o malo. La cosa es echar pie al camino; tal vez –si es necesario– se arreglará la “carga” mientras se avanza.
Principalmente los poetas y los filósofos tienen la ansiedad de la evasión, les fascina lo desconocido. Don Miguel, el de Alcalá de Henares, dijo cierta vez que “el camino es siempre mejor que la posada”. Cervantes fue un andariego, un incansable viajero. De no ser así, quizá no hubiera escrito El Quijote, con esa visión tan profunda, tan amplia de la vida y del mundo.
Pero no todo lo que se improvisa es bueno. Hay problemas que de por sí requieren una mano de reflexión para no extraviarse. Soñar en los caminos está bien para los bohemios; pero no para un viajero cuyo destino es preciso saber antes de emprender la ruta. En la vida hay actividades que por naturaleza propia exigen un plan de etapas y de acción. De un plan bien concebido se deduce, luego, todo lo que es necesario para lograr los resultados.
En el extremo opuesto está seguramente el profesional que maneja recursos. Su oficio es cuidar bien los depósitos de los ciudadanos de a pie. Sería raro que un banquero no sepa hacer un plan meditado. En Bolivia sólo el político ignora el beneficio de los planes; éste es amigo de la improvisación y de la faramalla retórica. Existe la falsa reputación de que quien habla más es el que más sabe. Los fanfarrones suelen hablar mucho sin decir nada.
El campo específico donde es preciso ser siquiera un mediano orador, de pocas palabras y de muchas ideas, es el de la diplomacia. Empezando por el canciller, los embajadores tienen una enorme responsabilidad; representan al país de donde proceden. De lo que habla y de lo que hace se puede inferir cómo ese país al que representan. El diplomático profesional debe ser –idealmente– un políglota, un humanista de amplísima cultura.
Ese cargo se utiliza en Bolivia como una prebenda burocrática o como un exilio dorado; a veces también como un premio político para un servidor obsecuente. Apostamos a la apariencia o al disfraz externo, para presentarnos ante el mundo como un país de originarios. No importa, puede llamarse también el diplomático lo que sea y vestirse como le gusta y le permita el decoro. Lo que se observa es la actuación de una personalidad sin templanza ni señorío.
En donde no se sabe tampoco hacia dónde vamos es la escolaridad. Tanto ignoramos lo que eso significa, que ni nos damos cuenta de sus problemas. Aquí no es que carecemos de planes; tenemos tantos que más bien la cantidad inconexa desorienta. Los modelos a seguir son también diversos, aunque ninguno es coherente con la nueva realidad de las pantallas.
El autor es ciudadano de la República
Columnas de DEMETRIO REYNOLDS