Cuando no tengamos país…
Seremos fotos en Instagram. Revisaremos lo que éramos, sonreiremos y lloraremos al tiempo que el algoritmo nos devela las imágenes.
Caminaremos con cautela porque las aceras habrán dejado de ser un espacio para caminar. A veces se convertirán en tiendas callejeras; otras, en lugares de pelea, venta de animales o, simplemente, espacios de intimidación y asalto.
El peatón será sólo una sombra. Y la calzada, un río de autos sin ley. Todo desde que las multas y reglas de tránsito fueron retiradas tras protestas y acciones violentas contra policías de tránsito. Ellos también habrán desaparecido.
Otra cosa en desuso serán los impuestos. A veces se cobrarán, pero la mayor parte del tiempo serán condonados. Y es que será muy difícil pagarlos pues los nuevos empleos, todos en negro, no generarán registro alguno. La mayoría de los puestos de empleo estarán en lugares turbios y alejados, o en cerros que se desploman y sus entrañas de escombro se tragan, a diario, hombres, mujeres y niños.
Los productos pasarán las fronteras sin registro, ya casi nada se producirá acá. Añoraremos el sabor de las uvas rojas de Cinti o el real jugo de las naranjas de los Yungas. Ni la papa vendrá ya de nuestros campos.
Habrá vecindarios organizados donde los líderes decidirán el castigo por parquear en medio de la calle o bajar el alumbrado a pedradas. O cosas más graves. La víctima de un atropello -por ejemplo- que, dependiendo de si los testigos logran o no llamar la atención de otros vecinos, podría acabar con el conductor muerto a golpes o secuestrado por algunos días. Suerte parecida correrán los ladrones. Aunque serán cada vez menos dada la proliferación de puntos de control a cargo de algún grupo de seguridad privada.
Cuando mis hijos eran chicos, cada feriado, nadábamos en ríos limpios de los deshielos montañosos. Los hijos de mis hijos escucharán esa historia, como si se tratara de imágenes producidas por mi imaginación. Desde niños ellos sabrán, con certeza, que esos ríos son sinónimo de muerte. Las cuencas estarán copadas por mineros furtivos, más o menos legales, pero siempre irresponsables, que usarán los cauces de los ríos como canales de desecho hasta que no llegue un solo pez vivo aguas abajo.
Cada diciembre, familias y amigos reunirán centavos y fuerzas para hacer de las calles espacios de celebración alrededor de improvisados arbolitos de Navidad, porque los espacios en las viviendas serán cada vez más chiquitos. Y cuando la fiesta empiece, llegarán, con el rugido de motores, los enviados para cobrar las “vacunas” barriales. Verán a sus “clientes” vulnerables por la emoción navideña y bajarán de sus motos para recaudar el doble y así permitir que siga la fiesta. Las madres tomarán a sus hijos de las manos, los padres harán de escudo poniendo a la familia detrás suyo. Y, si hay suerte, alguien comenzará a cantar y los demás unirán sus voces. Darán repaso a viejos villancicos y terminarán por ablandar lo poco de alma que queda en los recaudadores de quién sabe quién.
Y mejor ni hablar del voto, una pantomima obligada que no definirá nada de forma legítima, pero que permitirá a los jerarcas del mismo partido turnarse en el ejercicio del poder. Se tratará de una actuación televisada y bien montada, en especial, para que los otros países crean que aún queda algo de esa tibia democracia.
Y cuando recordemos cómo se hacían las cosas antes, habrá que hablar bajito, bien bajito.
Columnas de MARÍA JOSÉ RODRÍGUEZ B.