Nuestra irresoluble conflictividad

Columna
Publicado el 18/10/2022

Aunque el conflicto parece ser parte de nuestra identidad como país, y pese a que la teoría política define a este comportamiento como un mecanismo natural del desarrollo, es evidente que una sociedad que vive en constante confrontación no puede considerarse como progresista, exitosa ni justa.

Quienes se complacen en la idea de que los bolivianos tenemos la capacidad de retroceder en el último momento, antes de caer el abismo, no han reparado nunca en las consecuencias que acarrean las crisis cargadas de violencia e intolerancia, ni en los resentimientos y desconfianzas que se generan entre personas, comunidades, regiones o grupos sociales, que muchas veces son protagonistas de conflictos prolongados, azuzados por discursos radicales y por los motivos más inverosímiles.

Irónicamente, son ideas como la señalada las que llevan a los gobiernos o a las organizaciones sociales a atizar los antagonismos hasta el extremo, recurriendo a la provocación, las amenazas y el encono antes que a la búsqueda de acuerdos, con la premisa que al final se encontrará una solución, aunque esté precedida de bloqueos, paros y enfrentamientos. 

Esta peculiar forma de entender las reglas de la convivencia democrática no es casual ni espontánea. De hecho, el conflicto, como argumento para interpretar el pasado y proponer el futuro, está presente en todas las narrativas de los partidos y los gobiernos de nuestra historia. Incluso nuestra Constitución, en su preámbulo, explica los avances y los derechos alcanzados por los bolivianos, a partir de la lucha de unos contra otros, como si la construcción de nuestro Estado no fuera producto de la búsqueda común de paz, bienestar y libertad, y como si el desarrollo no resultara de los acuerdos, la integración y la unidad.

La visión basada en la lucha de contrarios, además de generarnos una serie de lastres que arrastramos por décadas, ha construido una cultura del antagonismo en la cual lo importante no es la solución de los conflictos sino su postergación, ya que se entiende que la propia práctica política precisa del enfrentamiento y la contradicción antes que del consenso y la racionalidad. De ahí que el éxito de los líderes y gobernantes no se mide por el progreso y el bienestar de la sociedad, sino a partir de la suma de victorias alcanzadas o derrotas sufridas frente a los opositores a los que se considera enemigos.

El problema es más grave cuando se desnaturaliza la razón del conflicto y se convierte a los grupos sociales en las piezas de la confrontación, instigándose conductas violentas acompañadas de dosis de racismo, regionalismo o clasismo, cuyas consecuencias son nefastas y se extienden más allá del problema coyuntural.  Una muestra reciente es precisamente la multiplicación de amenazas de tomas, cercos y enfrentamientos contra quienes participen en una eventual movilización en Santa Cruz, para demandar el censo en 2023.

Otro factor que incide en la dinámica interminable de la conflictividad tiene que ver con el rol de las instituciones públicas. Carentes de una política de gestión y prevención, las autoridades suelen estar más atentas en controlar los efectos y no las causas, por lo que muchos conflictos que parecían solucionados reaparecen constantemente, debido al incumplimiento de acuerdos, nuevas demandas de prebendas o simple necesidad de confrontación. Irónicamente es el propio Estado el que utiliza la norma como una moneda de cambio, sea ofreciendo o aceptando leyes y decretos de dudosa eficiencia y calidad, o ajustándolos según la demanda de los grupos movilizados.

Quizá el comportamiento más cuestionable tenga que ver con la actitud discriminatoria para resolver o gestionar los conflictos. En algunos casos, cuando se trata de organizaciones afines, las autoridades tienen mayor disposición a ceder, negociar o consensuar, mientras que, si las demandas provienen de grupos críticos a la gestión, las negociaciones suelen ser ríspidas, las posiciones inamovibles y las amenazas frecuentes.  Este comportamiento, además de generar mayor radicalidad y violencia, aumenta la desconfianza en quien es a la vez juez y parte, pero ante todo es profundamente injusto si consideramos que el Estado tiene la obligación de escuchar y atender las demandas de todos sin privilegios ni exclusiones.

Las sociedades, como las personas, tienen diferencias que se transforman en disputas a veces irreconciliables; sin embargo, también están dotadas de mecanismos y recursos individuales y colectivos suficientes para transformar las desavenencias en acuerdos y las discrepancias en soluciones que benefician a todos, pero, sobre todo, que permiten construir y avanzar conjuntamente a partir del respeto a los derechos del otro y la tolerancia a sus opiniones, sin que ello implique renunciar a nuestras prerrogativas ni reivindicaciones.

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