Plata, Potosí y Pekín
En estos días que coinciden nuestra última derrota sobre las aguas del Silala con el resurgimiento chino como superpotencia mundial, valdría la pena recordar pasajes históricos nacionales. Ya sé…, Pekín ha sido renombrada Beijing, pero no pude resistirme al antiguo nombre de la capital de China. Tal vez por esa propensión a dividir nuestra historia en compartimientos estancos, como si lo incaico no fuera un continuo donde las civilizaciones que le precedieron poco importaron, siendo que las culturas previas fueron apenas tocadas por sus nuevos amos.
Excepto los cacicazgos aymara, cuya existencia antes de los europeos fue cercenada por el arribo de los españoles que poco conquistaron salvo con su arrojo y su fanatismo religioso. Fue tan breve que sólo dio para emparejar a sus doncellas nobles con destacados quechuas; también dio para para la violencia de género que forzó a sus ñustas con barbudos peninsulares aprovechadores de uno de sus logros iniciales, las mujeres.
Es tema pertinente. Hoy con los abusos “originarios” parece que estamos empeñados en inculcar una identidad “aymara” como alternativa a la “quechua” de los peruanos. La verdad es que Bolivia es plurinacional y quizá merece el apelativo de Charcas, como arguyó un sacerdote. Sea lo que fuera, me enteré de que la antigua fábula de que la plata del Cerro Rico daba para construir un puente de Potosí a Madrid tenía el corolario de que el retorno estaba asegurado por los cadáveres de mitayos indígenas que explotaron los siniestros socavones. Luego de su victoria naval contra la Armada Invencible, los ingleses habían iniciado su dominio de los mares, cuyos piratas y corsarios lucraban con el botín de galeones españoles navegando a Sevilla.
Sin embargo, fue un emperador de la dinastía Ming que aceleró el proceso, ordenando que sus sumisos súbditos pagasen impuestos con el metal blanco potosino. Fue tal la demanda, que su país se convirtió en propietario de la mayor reserva estratégica del metal, mucho antes de que Estados Unidos juntasen estrategias bélicas con almacenaje de “stockpiles”. Inclusive hoy, las féminas de alguna provincia china advierten de la riqueza familiar con exquisitos adornos de la orfebrería de plata, que antes de argentina fue potosina.
La plata potosina fue una de las primeras monoproducciones (que no fuera inducida, sino adquirida) que hiciera del imperio del Lejano Oriente una superpotencia. Después, creo (sin seguir fielmente el orden histórico), vendrían la pólvora, el papel, la seda y el té (bebida que sigue distinguiendo a los ingleses). Y el opio, adicción que le impusieron los británicos con su dominio oceánico, con la que los chinos recuerdan el inicio del “siglo del oprobio”, bajo la batuta explotadora de los europeos.
No debería constituir novedad que la nación asiática siga empecinada en alcanzar lugar destacado entre las potencias mundiales. Su habilidad comercial la distinguió de principio, ayudada tal vez por su enorme población de laboriosos ciudadanos. Por ceca o por meca, si recordamos el origen de pandemias globales, como la del coronavirus, en parte tal vez debida a su inclinación por la buena mesa y los bichos raros que les apetece comer.
No debería extrañar, entonces, que China sea una superpotencia en ciernes jugando al equilibrio económico y militar con otros países, algunos en ascenso y otros en declinación. La Europa Unida (UE) completa un cuarteto, si no es demasiado tarde. Pero guarda con países díscolos, pero con riquezas y el dedo en el botón nuclear. Peor aún son los predestinados, árabes en su mayoría, que con liderazgos autocráticos juntan los dólares acumulados por sus recursos subterráneos en fundar ciudades suntuosas. Aun más peligrosos en un mundo ávido de energía, son los controladores petacudos capitalistas dueños del mundo, en cuyas mesas de reunión se cuaja un destino planetario indiferente, excepto para una que otra venia.
Columnas de WINSTON ESTREMADOIRO