El mortal virus de la crisis judicial
Es evidente que, debido a sus graves falencias, el sistema de justicia boliviano ha alcanzado tal grado de descomposición que podría convertirse en una crisis extrema a finales de 2023 cuando, por mandato constitucional, se realice la elección de las máximas autoridades del Órgano Judicial.
Encuestas realizadas recientemente señalan que más del 90% de los bolivianos desconfía de la justicia y considera que se la debe reformar. El Índice de Estado de Derecho del World Justice Project para 2022 coloca a Bolivia en el puesto 130 de 140 países, al nivel de Nicaragua, Venezuela, Haití y Birmania. Los peores indicadores, según ese estudio, están en justicia penal (139/140), justicia civil (138/140) y cumplimiento normativo (123/140). En una reciente visita oficial, el Relator especial de la ONU, Diego García-Sayán, señaló que “la justicia (en Bolivia) está lejos de la gente” y planteó como un reto fundamental “la construcción de un sistema de justicia independiente y accesible”.
La debacle de nuestra estructura judicial no sólo se expresa en el hecho que más de 300.000 casos presentan retardación de justicia; que el 65% de prisioneros esté en calidad de detenidos preventivos (uno de los índices más altos del mundo); que el hacinamiento carcelario supere en 170% a la capacidad de los recintos (la tercera cifra más alta del continente); que sólo haya 1.162 jueces para atender casi un millón de causas; que únicamente el 42% sean jueces de carrera o que la celeridad en los procesos, las medidas cautelares e incluso las sentencias sean decididas por injerencia política, presión mediática o corrupción.
Los efectos nocivos de un sistema con graves problemas de idoneidad, cobertura, transparencia, recursos, eficiencia, eficacia e independencia, alcanzan también a ámbitos económicos como la formalidad, la inversión, la propiedad privada y la estabilidad de las empresas.
En Bolivia, el 65% de la economía es informal, es decir, que opera evadiendo las normas impositivas y laborales, con la consiguiente afectación de los ingresos al erario público, la generación de trabajo decente y el cumplimiento de normas de calidad. Su efecto más nocivo es el contrabando, delito descontrolado cuya dimensión es igual al 8 por ciento del PIB. Un sistema de justicia que solucione tan sólo la mitad de esos problemas podría recuperar para el país alrededor de 500 millones de dólares anuales en impuestos y formalizar cerca de 300.000 empleos.
Otro gran problema se refiere a la inversión. Un país que no tiene reglas previsibles, jueces idóneos y transparencia en su sistema judicial desalienta las inversiones, genera suspicacias y limita las potencialidades del sector privado. Actualmente, Bolivia está entre los últimos países en Inversión Extranjera Directa de Sudamérica y, según un estudio de Milenio, recibe entre 9 y 29 veces menos que la inversión minera en Chile, Perú y Argentina; para completar la situación, Brasil, Paraguay, Argentina y Chile han excluido a nuestro país del corredor vial interoceánico. Esta desconfianza general se debe a que nuestro sistema no garantiza la seguridad de las inversiones, la estabilidad social ni el cumplimiento de la normativa, y a que somos uno de los tres países con peor índice de corrupción en Sudamérica. Un sistema jurídico independiente, eficiente e idóneo podría generar la confianza para atraer montos de inversión superiores a los del mismo Perú, que pese a los conflictos reporta alrededor de 6.000 millones de dólares anuales de capitales extranjeros que traen innovación y generan empleo, producción e impuestos.
Un tercer ámbito afectado es la estabilidad del sector privado formal. Además del acoso tributario, las empresas soportan un esquema de presión salarial injusto y desproporcionado. El Ministerio de Trabajo, erigido como juez en materia laboral, en más del 90% de los casos falla en contra de los empresarios; el Gobierno se niega a cumplir con el diálogo tripartito para definir el salario mínimo; el Estado asume la prerrogativa de decidir, por razones políticas, la autorización para exportar productos agropecuarios; hay decenas de avasallamientos y bloqueos tan perjudiciales como impunes y se crean leyes que viabilizan la toma de empresas por parte de los trabajadores por causas cuestionables. Un sistema judicial que actúe de manera independiente tomaría en cuenta los derechos de los emprendedores, en el mismo nivel de igualdad que los del sector público o de los trabajadores, generando más justicia, evitando el cierre y animando la creación de más empresas formales.
La situación extrema del sistema judicial es además corresponsable de la crisis política y social del último lustro, que nos está llevando a la división, la polarización y el enfrentamiento y que, si no se soluciona por vías legales, va a generar mayor anomia estatal e indefensión ciudadana, lo que puede terminar en una verdadera crisis de Estado.
Más allá de buscar las razones que llevaron a un pueblo con sólidos compromisos y devoción por la democracia a permitir que su propio sistema de justicia ponga en riesgo el ejercicio de sus derechos más elementales, corresponde asumir la dimensión del problema y buscar las alternativas para mitigar el daño y diseñar las soluciones.
Columnas de RONALD NOSTAS ARDAYA