Dinero fácil
Tan ruin como el poder absoluto es el dinero fácil. La soledad helada que cosecha (“La soledad del poder termina con la compañía de la muerte”, dice Roa Bastos en Yo, el supremo) se parece al desprecio social. Es obvio que alrededor vuelan las moscas, pero estos bichos también vuelan a gusto alrededor de un cadáver. O de una bosta fresca.
El dinero fácil es una tentación de los tiempos. Su impulso íntimo es la matriz de la corrupción. Cualquiera de ellas: material, espiritual y, claro, intelectual. Hay ejemplos a doquier. Quienes se lanzan al abismo profundo del oro regalado no vuelven a los cielos de la vida sencilla y encantadora. A la vida real. Rebasan los limbos y deberían caer en el infierno del desprecio social a gritos o susurrando entre dientes. No siempre sucede eso. Deberían temblar ante tanta persona decente. Bajar la mirada. Cruzar de acera para escabullirse en el nutrido gentío.
Sentirse estigmatizados. Algo, pero no es así. Hablan a gritos, ríen como hienas y ejercitan prepotencia por donde van. La gente los saluda, los invita a su mesa. Se vuelven íntimos.
Mucho hombre hecho decide acumular dinero luego de una mediana vida. Aburridos de su empantanamiento económico, saltan al vacío con la convicción del desespero. Por ahí están, bien gordos y con la sonrisa cínica. Piensan que se les admira su sucia astucia. Aspiran a que la gente afirme que siempre tuvieron dinero. De inmediato construyen un edificio que les lave las manos. Si lo logran, se convierten en triunfadores. De éstos sujetos está todo dicho.
Quienes requieren un masaje a la conciencia son los jóvenes de esta estirpe. A ellos se les debe hablar para que mantengan una vida limpia que les sirva para vivir sin vergüenzas. Las noticias dicen que hay mucho joven quebrado por negocios apurados, impropios de su edad, y mucho joven ya delincuente con poca conciencia criminal. Es decir, que los absorbió la más ignorante de las impaciencias, la que reniega del arduo y laborioso trabajo cotidiano. La impaciencia que brinca al dinero en cerro, amontonado, y que piensan gastarlo a manos llenas.
Ese dinero fácil, y tonto, quiebra en dos la vida. El joven aspirante a platudo presume de inmediato su éxito mientras su contemporáneo brega y crea callos en la espalda y en las manos. Son dos rumbos diametralmente diferentes. La liebre y la tortuga. Uno que ya embiste con el formidable del último año, y el otro que cafetea con la peta por las calles de la ciudad. Uno que avanza raudo donde se le cante, y el otro que marcha un paso tras otro, limitado en su velocidad, preocupado por su demora, pero siempre firme en su sana convicción de llegar a la meta con cara de campeón de verdad.
¿Dónde están los padres de los jóvenes quebrados a tierna edad? Casi siempre haciendo su vida a espaldas de su mayor responsabilidad: los hijos. El velo gris que cubre sus rostros ante la inevitable noticia no condice para nada con el gesto petulante de la víspera. ¿Acaso el chico no era triunfador sin igual? Un joven de negocios. Un emprendedor. ¡Quién lo hubiera creído al verlo de niño! ¡Si parecía una oveja más!
Lo era. Salvo excepciones, todos somos ovejas del rebaño. Debemos transitar por esta vida siguiendo un derrotero firme y rumiando sin cesar la esperanza del progreso paralelo: material y espiritual. También viceversa. A la humanidad le consta que la vida se vive mucho mejor así.
Los jóvenes quebrados económicamente tienen ante sí un obstáculo enorme que ha de mermar, sustancialmente, el goce de vivir. Su derrota sin desquite puede llegar a ser una pesada cruz sobre su espalda. Difícil estarse de pie en estas circunstancias. Por supuesto, tienen que intentarlo, pero hay que rezar de principio a fin.
La sociedad valora mucho más a la gente de trabajo persistente. Les decimos consecuentes mientras los aplaudimos a rabiar. Casi nunca labran fortunas capaces de abrir la boca admirada a nadie, pero generan un mimo social digno de ser emulado.
Se los aprecia de verdad.
El autor es escritor.
Columnas de GONZALO LEMA