La batalla del empleo
Con el trasfondo de la lucha contra la pandemia, el programa de reactivación económica planta la bandera del empleo como un aspecto central de la coyuntura nacional, y probablemente, de la contienda electoral que se avecina. Esto le permite a la coalición de gobierno retomar iniciativa política y, en cierto modo, marcar los términos del debate económico.
Hoy en día, gastar y endeudarse más es la fórmula de todos los gobiernos para afrontar las secuelas de la crisis sanitaria. Economistas y analistas políticos coinciden en que es el Estado quién debe salir al rescate de la economía. Prácticamente nadie discute la necesidad de incrementar el gasto social para proveer protección sanitaria y socorrer a la población más carenciada.
De hecho, es lo que se viene haciendo en Bolivia desde que estalló la pandemia del coronavirus. El Gobierno de transición ha alterado sustancialmente las prioridades de gasto, reasignando fondos considerables a la salud pública y financiando una serie de bonos y ayudas sociales.
Por cierto, la cuarentena y otras medidas de contención tienen un costo fiscal enorme. Tanto más, para una economía que ya venía debilitada y con un espacio fiscal contraído por cinco años de crecimiento menguante y déficits abultados en las cuentas públicas. Este ha sido el legado de muchos años de derroche, ineficiencia y corrupción a gran escala. Con todo, la aparición de la pandemia ha supuesto postergar la meta del equilibrio fiscal, con la paradoja de que el Estado debe gastar más, aunque ingrese menos.
El programa de reactivación del Gobierno va en esa misma línea, pero con un enfoque más amplio e integral de política económica. La estrategia central es mover el crédito a las empresas y sectores productivos, inyectando recursos, inicialmente por más de 2.360 millones de dólares, a través de varias herramientas financieras. En la proyección financiera está la idea de apalancar créditos por casi 4.000 millones de dólares, para reanimar y dinamizar la economía real.
La ingeniería financiera del programa es creativa y promisoria. Pero es más que eso. Se diría que prefigura y anticipa cambios en el modelo económico, con el Estado como promotor y financiador de última instancia, y con el sector privado, los emprendedores y actores de la economía popular llamados a ser los protagonistas de la reconstrucción económica. Bien visto, es un modelo pragmático, alejado de dogmatismos y recetas convencionales, que combina la intervención estatal focalizada, con el impulso a la iniciativa privada y al emprendimiento.
Puesto que los privados no están en posición de financiar su propia recuperación, es el sector público que va a proveerles de recursos, mediante el crédito masivo y barato, pero debiendo ellos asumir los riesgos y la responsabilidad de los resultados. Esto vale también para las empresas públicas que, debidamente reestructuradas, deben aportar lo suyo a la reactivación y al empleo.
En estos términos, no es más el Gobierno que retiene para sí los recursos y las decisiones del gasto y la inversión, como ocurrió durante el populismo estatista del MAS, con las consecuencias de una descomunal irracionalidad e ineficiencia, de un sistema de salud en harapos, y el despilfarro de ingentes recursos que tanta falta hacen. Volver a ello sería condenarnos a una crisis interminable.
La acogida del empresariado y otros colectivos al programa de reactivación indica que saben lo que está en juego. Y si esto es así para todos los sectores económicos, lo es mucho más para la agropecuaria que es el sector que mejor resiste la crisis y puede aprovechar más de la oportunidad de convertir a Bolivia en una potencia productora y exportada de alimentos, impulsando la ansiada diversificación económica.
Cabalgando sobre una robustecida y competitiva estructura agroalimentaria industrial, la economía boliviana puede emerger renovada, con una base productiva más ancha y socialmente inclusiva, y avanzando en la ruta de la transformación tecnológica.
El autor es sociólogo
Columnas de HENRY OPORTO