La verdad yacente

Columna
EL OTOÑO DEL PATRIARCA
Publicado el 21/11/2021

Como dulce rezo árabe, y memorístico cual católico, luterano, hebreo o anglicano, es posible entreabrir los labios y repetir sin temor con Hanna Arendt, que, “por mucho de que seamos capaces de saber del pasado, ello no nos permitirá conocer el futuro”.

Propiciando ecos y resonancias desde su trabajo esencial, es posible ver y fundamentalmente advertir que, bajo las más diversas condiciones, y en las más diferentes circunstancias, contemplamos el desarrollo del mismo fenómeno: expatriación y desraízamiento en profundidad, asimismo, casi sin precedentes. ¿Por qué emigran/huyen los pueblos desde siempre? Es la noticia cotidiana. ¿Qué terror los impulsa a arrancar sus raíces del suelo que los vio nacer? Cualquiera sabe que esa amputación es un dolor grande que no se aplaca nunca. El desarraigo también explica muy bien gruesa parte de la tristeza y desgracias de nuestra humanidad.

¿Quiénes —o qué— originan este dolor? No hay tiempo histórico libre del demonio de la verdad. La verdad/guillotina. La verdad/excluyente. La verdad/inamovible. La verdad/única. Mi dios es el verdadero. Mi raza es superior. Mis ideas son incomparables. Mi arte es genuino. Para quienes se piensan en esos términos, Platón no existió: “El arte universal de hechizar a la mente con argumentos apunta a opiniones que por propia naturaleza son mudables; son válidas en ese momento del acuerdo y en tanto ese acuerdo dura”. La verdad se construye cada día, pero es inalcanzable. La verdad de cada quien, sólo es una opinión. Mudable, ya sabemos, como la realidad. El mismo Platón ilustra afirmando que el antiguo “se muestra satisfecho con alguna victoria del argumento a expensas de la verdad”. Bello. No le era imprescindible arribar a la Verdad como Cosa Inamovible. El moderno, debemos testimoniar para vergüenza general, desea una victoria duradera a expensas de la realidad. No le importa. Es un héroe de living-room. Diría que de balcón. De anécdota. Yo tengo la verdad. Mi razón es la verdad. Mi verdad ha de durar en el tiempo. Con ese argumento se oprime a pueblos, se los obliga a callar, emigrar y huir. Es una historia que nunca acaba.

Arendt sostiene: “Es como si la humanidad se hubiera dividido a sí misma entre quienes creen en la omnipotencia humana (los que piensan que todo es posible si uno sabe organizar las masas para lograr ese fin) y entre aquellos para los que la impotencia ha sido la experiencia más importante de sus vidas”. Es un pensamiento doloroso, porque nos llega al ser íntimo. Nuestra historia, la de los bolivianos, se caracteriza por la coyuntura y la picardía de personas menudas llamadas, a sí mismas, políticos. Pícaros del momento (coyuntura), profesionales del raterío de ilusiones populares. Se organizan y toman el poder, cualquiera de ellos. De inmediato pretenden perpetuarse. Hay que desbarrancar ese propósito sin descanso, porque el político de poca nota no descansa nunca.

Sin embargo, resulta escalofriante, sin duda, advertir el hecho de que los gobiernos convencidos de que detentan la verdad/única, y que en ese afán manifiestan inclusive criminalidad, cuenten con el apoyo popular. A diario se constata esta afirmación. Las redes sociales la muestran. También la muestran los documentos de tiempos pasados. ¿Ese apoyo absoluto a la verdad/totalitaria proviene de la ignorancia? ¿Proviene, acaso, del dogma político y/o religioso? Arendt propicia otro giro de tuerca, y va más allá: “Es completamente obvio que el apoyo de las masas al totalitarismo no procede ni de la ignorancia ni del lavado de cerebro”. Entonces, ¿cuál es su origen? La respuesta posible nos pone los pelos en punta: La naturaleza humana. Es decir: está en nosotros, en nuestra materia. No nos pensemos nacidos buenos. Es un error.

La civilización funciona, muchas veces, como contención a oscuros propósitos humanos. Las religiones hacen lo mismo. Pero las civilizaciones avanzadas han sabido, saben, desarrollar maldad, terror. Genocidios, como Alemania en la II guerra mundial (Yugoslavia hizo lo mismo terminando el siglo XX). A nombre de un dios, las religiones mataron y aún matan. Pero son contención de todas formas. Evitan el desborde abierto. Pasa, simplemente, que todavía no es suficiente.

Arendt tiene razón: nuestro inventario de ideas, sentimientos y hasta comportamientos alcanza más de tres mil años. Las noticias del hombre se pierden en una lejanía superior a treinta mil, y seguramente quedo corto. El tema es que todo ese conocimiento (inventario) no está ayudándonos en el propósito de frenar los impulsos oscuros de nuestra materia. El divorcio nítido de nuestros mejores ciudadanos con la actividad política opera en contra.

 

El autor es escritor

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