América
América fue una vez un continente vacío. Carlos Fuentes indica, con criterio ilustrado, que “todos los pueblos que han pisado nuestras playas o cruzado nuestras fronteras, físicas o imaginarias, han venido de otra parte”. Ahora todos sabemos que sucedió así. Hace 130.000 años, enormes masas de hielo se desplazaron en zonas árticas y crearon una calzada continental entre Asia y América. Los nómades la cruzaron miles de años después y se encontraron con el mamut casi extinto. Con la fauna y flora americanas tan parecidas al paraíso virginal. Y siguieron caminando por montañas, valles, desiertos, selvas. Mientras lo hacían tallaban, cazaban, observaban sacando conclusiones. La estupidez apenas existía.
El descubrimiento de la agricultura los convirtió en sedentarios y los reunió en aldeas. Como también sabemos, al quedarse quietos comenzaron a olvidar todo lo que habían aprendido en las interminables caminatas, pero es obvio que aprendieron a conocer, en verdadera profundidad, su entorno. A todos sorprende, si se presta atención, cómo el indígena ha nombrado con precisión su mundo circundante (los miles de bichitos voladores debajo de la copa de un árbol, las miles de hojitas entre las piedras o los troncos) y sabe con certeza qué lo enferma y qué lo sana. La medicina, cualquiera de ellas, proviene de la naturaleza.
¿Hace falta indicar que el pueblo azteca llegó del norte de América a Mesoamérica? ¿Que varios pueblos de la Amazonía provienen del Caribe? No sólo eso: que diversos regímenes precolombinos dividieron pueblos sin otro afán que borrarlos de la faz de la Tierra. Esta historia común se dio en Europa, Asia, África y Oceanía, y Hanna Arendt indica que la expatriación y la emigración forzada continúan. Las poblaciones se mueven azuzadas por las armas, por hambruna y por terror al pensamiento totalitario carente de dudas, tan encadenado al dogma (cualquiera de ellos) como la bola de plomo al tobillo del prisionero. Es la historia triste de la humanidad.
Aquel doloroso y sangrientísimo encuentro de España con nuestros tantos pueblos americanos, aún —quinientos largos años después— provoca profundo dolor en nosotros. No hemos sabido cerrar esta herida. Ha faltado inteligencia en la península y mejor voluntad política. El hecho se dio y lo sucedido es inmodificable. En algún momento, la evidencia —el mundo es plano— debía terminar sucumbiendo ante la hipótesis: es redondo. El artista Ronald Martínez solía decir: “Es mundo redondo por error de un genovés”. Los pueblos lanzados al mar se aventuraron a averiguarlo. En un principio pensaron haber arribado al paraíso prometido (el Caribe y las Antillas son paraíso), pero luego pensaron que era el Edén del cual fueron expulsados. Los españoles sensibles pensaron que América podía convertirse en tierra de utopías, ideal para hacerlo bien después de haberlo hecho mal (sacando judíos y moros, negando que enriquecieron su cultura). Por último, quedó la verdad al desnudo que aún ahora los fanáticos niegan: es continente del sincretismo cultural en su máximo alcance. Tierra de todos. Reservorio de razas: indios, blancos, africanos, moros, asiáticos. Con ellos, en su sangre y mentalidad, llegó su cultura. Mezclados somos latinoamericanos. Fuerte realidad social.
Santa Teresa afirmó que “en el puchero está el Señor”. Seguro que sí. La gastronomía ha logrado el sueño latinoamericano de la feliz convivencia cultural: pucheros, chajchus, sopas. Todo revuelto. También la arquitectura, como lo demuestra la fachada barroca del templo potosino San Lorenzo (1728), trabajada por José Condori, indio altoperuano: entre los ángeles y las viñas aparece una princesa incásica, con los símbolos de su cultura y animada por la nueva vida. La cultura latinoamericana es un triunfo diario: comida, danza, música, pintura, literatura y artes manuales. La religión católica ha sabido fusionarse con las indígenas. Donde hemos fracasado siempre es en la política y economía.
¿Dónde quedan nuestros saberes cuando importamos ideología con recetas económicas? No somos nosotros cuando discurseamos. Tampoco nos parecemos a nosotros cuando entregamos la economía. Todo cuanto es claro y significativo en nuestra cultura no es tomado en cuenta al momento de formular planes políticos y económicos. Hemos fracasado casi siempre en la conducción de nuestros pueblos. Hemos echado la culpa a españoles y gringos y, sin embargo, cada vez estamos más lejos del mundo moderno y más cerca del estancamiento de todo orden. Un día no sabremos a quién ya culpar.
Algunas repúblicas hermanas tienen doscientos años, y otras están cerca. Difícil afirmar que piensan políticamente por cuenta propia. En el arte/cultura sí lo hacen. La creatividad y la sensibilidad americanas están proscriptas en su política.
El autor es escritor
Columnas de GONZALO LEMA