A propósito de nada
Es posible afirmar que Woody Allen se explica solo. “Sófocles decía que no haber nacido puede ser la mayor de las bendiciones”. Judío ateo en Manhattan, su tierra prometida, observador burlón del drama/comedia de la vida de sus torpes semejantes. “Siempre he detestado la realidad, pero es el único sitio donde se consiguen alitas de pollo”. Humorista nato (“alguna vez me han preguntado si no tengo miedo de despertar una mañana y ya no ser gracioso”), mago precoz e inútil aunque chistoso en su atolondramiento, comediante aventajado de grandes boliches, escritor de sketches y guiones, actor versátil para papeles como psicólogo, intelectual, escritor y don Juan, perezoso director de cine y un verdadero éxito sexual desde que lo dejaron cruzar, por cuenta propia, de una a otra acera y piropear: “Tienes la silueta de un reloj de arena y yo quiero jugar en tu playa”. Fue rechazado pronto del ejército por comerse las uñas de nervios.
Woody Allen es conocido nuestro debido a sus hermosas películas y al escándalo desatado por Mía Farrow, su expareja. No conocemos nada de su inexistente ideología (“Aparte del hecho de que Lincoln había liberado a los esclavos, mis conocimientos de política eran escasos”). Sus psicólogos, al parecer, lo liberaron de esa espantosa afición y de traumas profundos de verdad: “Visitándolos he obtenido alguna clase de alivio: puedo ir a un baño turco sin tener que alquilar toda la sala para mí solo”. Ellos mismos le posibilitaron una mejor comprensión del sin-sentido de la existencia: “De hecho, el propio universo desaparecerá y no habrá ningún lugar donde puedas colgar el sombrero”. La vida es producto de un fatal accidente físico y bien haríamos en asumirla con mayor sencillez. Ya de escolar reclamaba: “Dios guarda silencio. Ojalá pudiéramos hacer callar a los maestros”. Pero no, y menos a la directora de la escuela 99 de Brooklyn que se acostumbró a torcerle la oreja por sus quejas interminables y festejadas por la clase. Su madre reforzaba la paliza aleccionadora a bofetones pesados sin condolerse de su propia mano. “Sencillamente, ella no tomaba prisioneros”.
Los amigos de su prima Rita solían llevarlo al cine para desencajarse de risa con sus comentarios. En plena parahipnosis de la platea en silencio, la voz del pequeño Allen algo decía que provocaba la risotada de estruendo una y otra vez. No sólo eso: la gente de alrededor lo alentaba con palmadas para que continuara con lo suyo. Por ese tiempo pensó en cambiar de Allan Stewart Konigsberb a simplemente Woody Allen. Gran nombre para ser lo que es. Nunca se propuso modificar su look de judío “a primera vista” para fortuna nuestra.
La historia de amor con Soon-Yi sorprendió a todos, empezando, por supuesto, por Mía Farrow y acabando, así no se crea, en Woody Allen. Fue un amor no buscado que dura más de veinticinco años. La relación de Mía y Woody (nunca se casaron, tampoco vivieron juntos) duró trece años y fue curiosa y extraña siempre. Cuando se conocieron, Farrow era madre de tres hijos biológicos y de cuatro adoptados, una de ellas Soon-Yi. De pronto, Mía denunció la violación de Dylan por parte de Woody, pero el FBI, y la misma policía judicial, informaron que no sucedió aquello. Woody, aliviado, declaró que hubiera sido mucho más grave tener un tumor en la cabeza. A las tres semanas, el juez de la investigación, siempre hostil con él, se murió precisamente debido a un tumor en la cabeza. Mientras eso sucedía, Woody filmaba “Maridos y mujeres”, preciosa película. En ese momento apareció Soon-Yi que terminaba la universidad con veintitrés años y dio comienzo al romance. Las fotos de ambos fueron descubiertas por Mía Farrow y todo se agravó una vez más hasta hoy. Pese a que no hubo juicio por Dylan, media humanidad sentenció a Woody Allen. Para colmo, Mía declaró que el padre de su último hijo no es Woody Allen, sino Frank Sinatra.
La historia continúa. Woody Allen declara su amor por Soon-Yi y le recuerda que debe incinerarlo. Debido a la hostilidad de parte del público estadounidense, viajó por Europa tocando viejos temas de jazz de Nueva Orleans. Es clarinetista, seguidor, en sus palabras, de George Lewis, Bunk Johnson, Jelly Roll Morton y, esencialmente, de Sidney Bechet. Todo parece indicar que Soon-Yi es su amor para siempre. Sin embargo, quizás por joven, supo declarar que “una de sus mujeres era perfecta, pero lo dejó por otra mujer”. La perfección no existe.
El autor es escritor
Columnas de GONZALO LEMA