El padre, el Defensor y el político pendejo
Emancipado de los vicios más comunes, pero arrastrando una terquedad histórica que le metía continuamente en problemas, Romualdo Cortez fue a encarar a su hijo.
—La cagaron —le dijo.
Pedro Cortez Pinto, su hijo, se incomodó. Sabía bien que su padre le reclamaba porque en el proceso de elección del nuevo Defensor del Pueblo había metido mano la política de su partido para quitar de en medio a los capaces, a los probos, a los que podían estorbar al poder.
—Creo —afirmó el hijo con aire de solemnidad— que usted se confunde. La comisión trabaja de modo transparente.
—A mí no me pintes de rosa lo que está manchado de mierda —le replicó su padre.
Romualdo Cortez era un hombre encorvado por los años que había sabido trabajar duro para pagar los estudios de su único hijo; sin embargo, aquel que fue el niño de sus ojos terminó por convertirse en lo que él más odiaba: un político. “Los políticos son unas bestias carroñeras”, solía afirmar a voz en cuello en cuanto el trago de turno le subía a la cabeza. Él nunca supo el momento exacto en que su hijo se pudrió y apareció una mañana con el pecho hinchado de un orgullo imbécil por estar incluido como candidato en las listas de un partido de morondanga.
Romualdo Cortez le dijo que no iba a votar por él y cuando su hijo le reclamó el motivo, le respondió con una sinceridad arrasadora:
—No votaré por ti por tu propio bien.
—Ese no es un motivo válido —respondió él.
— Tampoco lo es postularse sólo porque supiste conseguirles putas a los jerarcas de tu partido o porque fuiste a la marcha a incendiar casas y autos.
— Usted no sabe de política —le respondió su hijo.
Pedro Cortez Pinto sabía que su padre tenía razón y que, como venía sucediendo desde hace décadas, la elección de autoridades sería cosa de favor político, de voto consigna, de mandar al carajo al país a costa de obtener el beneficio personal. Él mismo reconocía que su presencia como asambleísta era fruto de una serie de entuertos y trampas, de farras ruidosas y de traiciones disimuladas. En silencio aceptó que el ser político nada tenía que ver con la capacidad o la inteligencia de uno, sino con su habilidad para ser pendejo.
Columnas de RONNIE PIÉROLA GÓMEZ