CARTUCHOS DE HARINA
A mí también me gusta elegir públicamente entre lo bueno y lo malo porque, encima, se pueden dar lecciones morales gratis que lo hacen quedar de perla a uno, sobre todo en política.
Estas semanas, por ejemplo, casi no hay quien deje de abogar vocalmente por que se respete la cuarentena, pues el coronavirus y la sociabilidad humana se llevan bien, infelizmente. Por eso se repite, con razón: “quédate en casa”, sin que falten los políticos que dan clases y pontifican, como enseñan las mañas de su oficio.
Por culpa del coronavirus, tendremos horas para despilfarrar en otras “labores de casa”. Salvo, claro, que éste sea un típico momento bíblico, de esos que acaecen cada 3.000 años y seamos –justo– la generación a la que le toca (¡bingo!) vivir nuevas plagas, quién sabe incluso musicales, y dejar enseñanza escrita para de aquí a tres milenios.
En un libro de 2004, escrito con el excanciller Javier Murillo, el internacionalista Luis Maira resume los fundamentos chilenos sobre Bolivia. Uno es que, para una relevante corriente, Bolivia vive signada por la inestabilidad, como exponía en 1945 Conrado Ríos Gallardo, el diplomático más reacio a un acuerdo con Bolivia (aunque, según Ramiro Prudencio, en tiempos de Charaña su opinión cambió).
En noviembre pasado, se filtró el audio de una conversación del entonces embajador de Colombia en Washington D.C., Francisco “Pacho” Santos, y su canciller Claudia Blum. La conjetura de quién grabó esa encantadora charla y para qué, haría salivar a los adictos a la literatura de espionaje. Incluso, en un público no tan minoritario, estimularía los jugos gástricos de quienes, por derecha o izquierda, y sin interés ni en la copiosa literatura infantil cranean, sin embargo, aferrados a alguna explicación conspirativa. No doy nombres porque la gente es sensible.
En esta columna decidí no flagelar (mucho) al MAS. Primero, porque hay un montón de escribidores que siguen en ese tren, y soy más bien alérgico a las aglomeraciones. Segundo, porque suficiente tienen Evo y los suyos con el azoro de su caída y el consecuente síndrome de abstinencia de poder. Y, finalmente, porque el concurso de quién es más rudo –ahora– contra el MAS tiene un no sé qué de olor a leña de árbol caído, y entre mis aptitudes no está la de leñador, aunque no me faltarían razones.
Estas fechas inducen una piedad estacional sospechosa, en los “creemos que creemos” y en los que no. Por eso no voy a ponerme grave como quien escribe de cosas en las que se nos va el alma. En esta columna les propongo únicamente jugar, aunque al final no pueda.
Lejos de clamar por una guerra civil, sería más realista que, como el presidente Lyndon Johnson, declaráramos de una vez la guerra, pero no a la pobreza como Johnson, sino a nuestros vicios, complejos y peloteras. Podríamos admitir luego la derrota, al tiro, solemnemente, y firmar la rendición incondicional. Así, con sentido práctico, lograríamos el fin de toda revuelta boliviana: el statu quo, por otros medios.
A diferencia de los rectísimos intelectuales de pedigrí que son la voz de Evo en el mundo, mi escala de valores es retorcida y medieval. Por el lado retorcido, me horrorizan los muertos, pero sin exculpar a Evo de su responsabilidad mayor en este trance. Por el lado medieval, la Biblia sola no me inquieta, pero sí los cánticos polpotianos de “guerra civil”.
Esta semana el Gobierno derrochó llamados a la paz, como si la violencia fuera fruto solo de mentes infernales que se desatan en su contra. Por eso preferí incidir aquí en el odioso hábito de atender más las acciones y la lógica que revelan, que las palabras.
La trama de esta columna me llegó como una epifanía porque los palcos en la discusión pública están atestados, ni qué decir en las redes. Un palco va colmado por los que bailan o callan para solazar o, siquiera, para no agriar al jefazo; el otro, por titanes cuya gloria quedará en fotos para la historia. Y puesto que por el heroísmo compiten tantos, mi consuelo fue escribir desde una silla, pero propia, en días en los que abundan la gasolina y las mechas.