Bolivia, el día después (III)
Bolivia no será la misma después de la peste. Como no lo será el mundo. ¿Qué futuro construiremos los bolivianos? La pandemia ha revuelto de tal manera las cosas, que mucho de lo que teníamos pensado para la transición democrática se ha vuelto dudoso o elusivo.
La necesaria reforma económica y social pospandemia plantea el reto de la reinvención de la política. La estabilización y las reformas, en los años 80 y 90 del siglo pasado, fueron posibles porque allí operaron partidos políticos relativamente fuertes, con capacidad de representación y que supieron adaptarse a las condiciones de un sistema político pluralista (la hegemonía del MNR había quedado en el pasado), con contrapesos y equilibrios dinámicos. Y con alternancia de gobierno.
Hoy en día la situación del sistema político es menos favorable –dada la debilidad de los partidos y la ausencia de liderazgos fuertes y experimentados–, en un escenario extremamente complejo de una crisis multidimensional interna y externa, y con la polarización política y social acechando sobre una institucionalidad precaria, a la que le cuesta mucho hacer pie, y que tiene pendiente su propia reconstrucción y reforma.
Es bien cierto que la pandemia cuestiona de raíz la razón de ser de esta polarización, largamente cultivada y arraigada (14 años no fueron pocos). ¿Qué sentido tiene mantener líneas antagónicas en la política, cuando toda la sociedad debe enfrentar a un enemigo común e invisible que puede acabar con unos y a otros? ¿No será éste un virus potencialmente más inicuo y destructivo, puesto que socava el arma más importante para lidiar contra la pandemia y sus efectos devastadores, como es la cohesión social?
La cuestión es que el fin del populismo autoritario ha dejado, en su retirada, una crisis política que se agrava por la emergencia sanitaria, económica y social. En un contexto de extremas privaciones, recesión y caída del nivel de vida, sería milagroso que un sistema político salga indemne. Es una reacción muy humana buscar chivos expiatorios, y los políticos suelen ser las víctimas perfectas. La clase política, que ya era frágil antes de la peste, tendrá que vérselas con más cuestionamientos y pérdida de legitimidad. Ello parece irrevocable. La circunstancia también podría llevar a decantar al mismo sistema: las adversidades ponen a prueba al carácter de los líderes y de las organizaciones, sus aptitudes reales de conducción y eficacia política.
La ventaja es que estamos inmersos en una transición democrática, hasta aquí ordenada y pacífica (incluso parcialmente concertada con el MAS). Así pues, y a menos que la Covid-19 descarrile el curso del proceso, tenemos la opción de encauzar la solución de la crisis dentro de la transición. Serán los bolivianos, en las urnas, quienes renueven la legitimidad de las instituciones y de sus gobernantes. No habrá que buscar artificios jurídicos y constitucionales para una salida política. El calendario electoral está trazado. Lo demás dependerá de los partidos y candidatos; de su capacidad de estar a la altura de los retos de hoy y de mañana.
Así sucedió en la época de la hiperinflación. El país salió adelante, con un sistema político solidificado, y con valores y prácticas renovadas: donde antes había prevalecido el encono y la confrontación ciega, surgió el entendimiento y la capacidad de dialogar, de tender puentes y de construir consensos. Un sistema político fragmentado, como el actual, no tiene destino si no consigue instalar un modelo de interacción y convergencia, con mayorías políticas y parlamentarias flexibles y moderadas. Sin ello, y sin un liderazgo con luces altas y visión estratégica, remontar la crisis y lograr gobernabilidad democrática se pone cuesta arriba.
Las medidas aplicadas en los años 80 y siguientes configuraron un cambio estructural del sistema económico y político. Así lo percibió Paz Estenssoro cuando dijo que el decreto 21060 inauguraba una coyuntura de al menos 20 años. Lo mismo podría suceder con el desenlace de la crisis actual.
La emergencia sanitaria nos interpela en tanto individuos y en tanto comunidad nacional (pocas veces la supervivencia colectiva ha dependido tanto de lo que hagamos unos y otros). Aflora un espíritu de compromiso mutuo que puede nutrir un clima de cohesión social. Para ello, sin embargo, es preciso pensar en términos de un nuevo contrato social, de modo que el programa anticrisis también se ensamble en una estrategia de desarrollo de largo plazo.
Ahora bien, es previsible que la emergencia sanitaria conlleve un nuevo aumento de los niveles de pobreza y desigualdad. De ahí lo crucial de un plan eficaz y consistente de reactivación económica. Pero esto mismo puede no ser suficiente. Los bolivianos tienen expectativas mayores. Muchos han salido de la pobreza, la clase media ha engrosado sus filas, y hay más movilidad social. Es comprensible, pues, la angustia de recalar en la pobreza y de que se cierren las oportunidades de superación personal y familiar.
No se trata únicamente de sobrevivir. El gran desafío de Bolivia es transformarse en un país de clases medias (como lo son otros países de la región), con oportunidades de educación, servicios públicos de calidad, seguridad económica, derechos políticos efectivos, acceso a la modernidad. Este objetivo tendría que estar en el centro de un renovado proyecto nacional, y la crisis de hoy podría propulsarnos a ello.
La situación causada por el virus puede parecerles a muchos un polvorín, y quizá lo sea. Pero no se debe subestimar el poder transformador del infortunio. En el pasado, la sociedad boliviana se sobrepuso a adversidades que, en su día, parecían insalvables. De esta nueva crisis saldremos. Lo importante es cómo lo haremos y en qué dirección.
El autor es sociólogo
Columnas de HENRY OPORTO