La catarsis en la era de la interpretación digital
La interpretación es una tarea que se vierte sobre el oyente, el sujeto que percibe un mensaje o el lector tiene la tarea titánica de descifrar qué se quiere decir. En mi caso, tendré al menos 1.400 caracteres para expresarme, y eso deberá fluir hacia una mente llena de prejuicios y taras que configurarán el mensaje final. O todo lo contrario.
A este hipotético escenario, donde lo escrito y lo leído distan, le añadimos el ingrediente de la concisión y la economía de las palabras, se arma un caldo de cultivo que propicia la intransigencia, el vituperio y la verborrea. Estas características se dan en la comunicación digital, poco tiempo para decir mucho, poco espacio para explicar y sobre todo pocas ganas de leer, escuchar o ver algo demasiado extenso por parte de los internautas de las redes sociales.
Hace poco leí el discurso público, dejado en un muro de Facebook, de una muchacha que hablaba de la penosa experiencia de su madre. En este texto expresaba que había sido insultada de todas las formas posibles por comentar en una publicación sobre un tema aleatorio, nada que sea realmente significativo. Lo cual me provocó risa, no puedo negarlo, pero sólo al principio porque recordé todas las veces que me pasó mí, o que yo lo hice, porque en las redes sociales uno se encarga de repartir el karma.
Los emojis no son suficientes para entendernos, donde reina la intención egoísta de enunciar y expresarse, las palabras son como piedras lanzadas a un acantilado. Cualquier tipo de argumentación se evapora, en términos griegos, cuando se navega por el mar digital, propio de una tormenta de Hemingway. El enjambre, como lo describe Byung Chul Han, no debería dar lugar a particularidades, el sonido abruma, vibra, pero siempre hay un límite, al menos uno aparente.
El autor es escritor
Columnas de CAMILO ALBARRACÍN ZELADA