La Revolución del 9 de abril
Un día como ayer, el 9 de abril de 1952, se produjo uno de los acontecimientos que más hondamente marcó, y todavía marca, la historia contemporánea de nuestro país. Ese día, las frustraciones, desengaños, sentimientos y resentimientos largamente acumulados se juntaron con un conjunto de esperanzas. Se produjo así la Revolución Nacional, encabezada por el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) y apoyada por la mayor parte del pueblo boliviano.
Quienes la protagonizaron –desde sus líderes políticos e ideológicos hasta las masas populares de mineros, campesinos y clases medias– vivieron ese día convencidos de que se marcaba el inicio de una larga era de continuas mejoras, mediante las que nuestro país alcanzaría días de prosperidad económica, justicia social, orgullo nacional.
Hoy, 69 años después, no es fácil hacer un juicio categórico sobre la distancia que separa las esperanzas originales y los resultados obtenidos.
Ahora no es el MNR, sino otro “movimiento”, el que gobierna. Y tal como viene sucediendo durante los últimos 69 años, una de las pocas instituciones que se mantiene vigente a través de los tiempos, la Central Obrera Boliviana, que no por casualidad se fundó muy pocos días después el 17 de abril, se mantiene en pie de lucha exigiendo, ahora, vacunas anticovid para sus cuatro millones de sindicalizados afiliados a las cajas de salud y un incremento salarial del 5%.
¿Dónde radica esa fuerza que, en la historia contemporánea del país, sólo la tiene, hasta ahora, un 10 de octubre de 1982, cuando Bolivia decidió adoptar el sistema democrático como su organización política?
Probablemente, el hecho que da trascendencia a la Revolución de abril es el rompimiento de los diques de la exclusión vigentes virtualmente en el país desde su fundación. Más allá de los resultados, fundamentalmente económicos, de ese proceso, lo cierto es que abrió el país a amplios sectores rurales y urbanos que comenzaron a sentir a Bolivia como suya porque los incluía, y que, pese a los variados intentos de reversión, fue una tendencia imparable como se observa en la actualidad.
De igual manera, la democracia inaugurada en 1982, respaldada por amplios sectores sociales, también fue ampliando y, más importante aún, institucionalizando la participación ciudadana en el ejercicio de una democracia que construimos cada día. Una democracia fundada en la confianza en nuestras instituciones y el apego ciudadano a que se respete su voluntad expresada en las urnas, como fue evidente en la convulsión social provocada por el fraude electoral de octubre de 2019 y el descontento acumulado desde dos años antes cuando el régimen masista burló el No mayoritario del referendo de febrero de 2016.