Los que no quieren vacunarse (I)
Tranquilo, no los voy a agredir. Por el contrario, los voy a tomar en serio. Solo quiero entender por qué hay personas que no quieren vacunarse contra la Covid-19 o, lo que es lo mismo, por qué no aceptan esgrimir la única arma que por el momento tenemos para defendernos del malvado bicho. Por cierto, yo sé que los antivacuna son muchos. Sé también que no solo tienen una, sino varias razones. Y esas razones merecen, como todas las razones, ser escuchadas.
También haré una diferencia, y es la siguiente: separaré en dos grupos a los que no quieren vacunarse, de los que hacen de su posición antivacuna un lema para iniciar protestas colectivas, a veces multitudinarias, en contra de diversos gobiernos. Porque, nos guste o no —y evidentemente no nos gusta— los antivacuna constituyen un movimiento social y político de dimensiones internacionales.
Comencemos por lo elemental: Quien no quiere vacunarse no quiere vacunarse. Ese “no querer” expresa un deseo negativo, así como querer vacunarse expresa un deseo positivo. Lo uno o lo otro, afirma una decisión personal, la que, al serlo, es una decisión del Yo. De mi Yo. “Mi Yo me pertenece y a nadie más debe importar”, sería el punto de partida del antivacuna. Conocemos, naturalmente, la posición contraria: “Tu Yo no te pertenece solo a ti, tú no vives en una isla abandonada, tú eres miembro de una familia, de una sociedad, de una nación, de un mundo al que pertenecemos todos. Luego, lo que te pasa a ti, nos atañe a todos”.
¿Cuál de las dos posiciones tiene razón? De acuerdo con la primera, el cuerpo es propiedad personal, una realidad inapelable. De acuerdo con la segunda, el cuerpo es un elemento de un todo, de un cuerpo colectivo, y esa es otra realidad inapelable. Contraponiendo ambas realidades podría darse una discusión muy parecida a la que ha tenido lugar sobre el tema del aborto, a la que aquí no recurriremos para no lastimar sensibilidades.
Usaremos otro ejemplo: el de un auto. “Me compro un auto y el auto es mío porque lo he pagado con mi dinero, y punto”. “Correcto”, afirmará el argumento contrario, “es tuyo, pero tú no puedes hacer con tu auto lo que te da la gana. El auto es tuyo, pero a la vez pertenece a un sistema del tráfico sometido, como todo sistema, a reglamentos y leyes”. “Argumento falso”, podría responder con cierta razón el antivacuna, “el auto está sometido a un sistema, pero yo no conozco ningún sistema que reglamente la vacunación. Solo órdenes arbitrarias y muchas veces contradictorias entre sí”. Evidentemente, en este tema el antivacuna parece tener, desde un punto de vista formal, la razón.
No existe una legislación universal y muy pocas nacionales sobre el tema de la vacuna. La vacuna, luego, no puede ser legalmente obligatoria. Solo podría serlo si un gobierno decide suspender la Constitución en nombre de la Constitución, dando origen a un estado de excepción. Pero, hasta ahora, los gobiernos que han declarado a sus países en estado de excepción como consecuencia de la pandemia son una minoría muy minoritaria. Contrasta ese hecho con el de que la mayoría de los gobiernos europeos, así como EE UU, actúan ocasionalmente sobre las bases de un estado de excepción, sin haberlo declarado. Un estado de excepción tácito, pero no explícito, podríamos decir. El problema grave es que no existen los estados de excepción tácitos. O se lo declara de un modo explícito o no es uno.
Un estado de excepción explícito no permitiría las manifestaciones antivacuna. Si las permite es porque de hecho un gobierno reconoce que no hay estado de excepción. Los gobiernos democráticos actúan, en consecuencia, de acuerdo con una doctrina liberal basada en una gran confianza al individuo y, por lo mismo, frente al tema de las vacunas, optan por no ser autoritarios. El riesgo es que el rechazo al autoritarismo suele ser confundido como ausencia de autoridad y está última puede producir lo que esos mismos gobiernos quisieran evitar: inseguridad. “Si el gobierno no me obliga a vacunarme, significa que ese gobierno no está seguro de los efectos positivos de la vacuna”, debería ser el razonamiento de un antivacuna. Luego, siguiendo el hilo de su propia argumentación, podría afirmar: “vacunarse es un riesgo”. Y como todo riesgo produce miedo. Pues bien, parece que aquí hemos tocado el fondo de la cosa. Muchos de quienes no se vacunan tienen miedo a vacunarse.
Tener un miedo es un tener. Hay quienes no lo tienen y no están protegidos frente a ningún peligro. Otros tienen demasiado y deciden no correr riesgos. El miedo puede convertirse en pavor o en terror, eso lo sabemos todos cuando dejamos que el miedo se apodere de nosotros. Porque, antes que nada, el miedo no es siempre (casi nunca lo es) miedo al objeto del miedo. El objeto del miedo actúa más bien como representante del deseo del miedo. Y el deseo de no vacunarse (sí: es un deseo) como todo deseo, es anterior al objeto del deseo (Lacan). Con buenos argumentos, un buen médico podría quizás quitar al paciente el miedo a la vacuna, pero el miedo no desaparece. Simplemente va a parar a otra parte. Sepa el diablo adónde.
El miedo es constitutivo del ser, diría un filósofo, y el principal miedo del ser es dejar de ser, lo que desde un punto de vista biológico se llama morir. La vacuna, siguiendo el hilo, fue inventada para no enfermarse y luego para no morir. Queramos o no, la vacuna aparece vinculada, aunque sea de modo negativo, a la noción de la muerte y la muerte produce, evidentemente, miedo: el más normal de todos los miedos habidos y por haber. Pero aún más: vacunarse significaría recurrir a la ayuda de un agente externo para no morir, lo que obliga a reconocer que nuestro cuerpo es inerme, aceptar que por sí solo no está dotado para afrontar los peligros que lo acosan, que estamos desprotegidos frente a los virus y que, por lo mismo, necesitamos de protección ajena.
El autor es filósofo, polisfmires.blogspot.com
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