Los/as mismos/as inocentes de un Perú históricamente racista
Uno de los rasgos de las formaciones sociales en América Latina es la desigualdad estructural entre campo y ciudad, adquiriendo la división social del trabajo y sus asimetrías un tinte regional. En palabras más simples, se trata de la concentración del poder político, la inversión pública, las oportunidades educativas, el acceso a la salud, los privilegios económicos, etc. en las urbes, especialmente las sedes del poder político donde también residen las élites económicas y políticas. Ello en detrimento de zonas y localidades rurales que suelen ser históricamente abandonadas por los Estados. Así, mientras las grandes urbes concentran la riqueza, el resto arrastra pobreza y falta de oportunidades.
Perú es uno de los países latinoamericanos que mejor refleja esta desigualdad estructural. En el marco de una herencia colonial feudal que se resiste a desaparecer, por un lado está la fatua Lima, uno de los centros de poder coloniales y una de las capitales más opulentas de América Latina. Lima a su vez refleja a la costa peruana que es asumida como la parte “blanca” de Perú al haber residido allí la élite gamonal y todavía albergar a grupos dominantes. Por otro, está la sierra peruana, la cara indígena de Perú y en la que residía la fuerza de trabajo (en el marco de una división del trabajo basada en fenotipos étnicos en la que los/as indígenas ocupaban los roles subalternos), por tanto, que sufrió un abandono histórico del Estado peruano que generalmente aparece en esas zonas solamente para reprimir y matar.
La terrible fractura estructural se imprime en imaginarios racistas que simbólicamente dividen a Perú entre costa/Lima/ciudad/“blanco”/“civilización” versus la sierra/campo/“indígena”/“barbarie” y que se encarnan en frecuentes prácticas políticas de desprecio contra la sierra de no pocos gobiernos peruanos, asunto que se manifestó en varios momentos cruciales de la historia de ese país, doy dos ejemplos.
En 1883 Perú se encontraba ocupado por el ejército chileno en pleno epílogo de la Guerra del Pacífico. Con Lima doblegada, la resistencia peruana a la ocupación chilena se generó en la sierra a la cabeza de un militar terrateniente que sabía quechua y organizó ejércitos indígenas que pusieron esforzado aguante a la ocupación por tres años. No obstante, la élite peruana temió más a un posible “desborde” de los indígenas armados que a los mismos invasores chilenos y con ese miedo terminaron aceptando las condiciones de “paz” de Chile y ajusticiando a los principales líderes indígenas de los ejércitos de la sierra.
Cuando Sendero Luminoso se enfrentó con el Estado peruano el saldo de ello fueron miles de muertos/as, ajusticiados/as en purgas públicas, torturados/as, violadas/os, etc. Por un lado, había una guerrilla extremista y con fuertes tintes de secta religiosa fundamentalista, caudillo endiosado incluido y aterradoras dosis de autoritarismo y violencia. Uno de los motivos sociológicos que se presentan para explicar el surgimiento de una guerrilla tan violenta en la sierra peruana es esa desigualdad estructural histórica entre costa/sierra y en la que parte de los habitantes serranos expresaron un malestar social acumulado que “explotó” en Sendero. Sin embargo, hay que tener en cuenta que la mayoría de los campesinos/as e indígenas peruanos/as no estaban con Sendero, pero de igual forma fueron estigmatizados y masacrados por las fuerzas del orden peruanas, sin contar siniestros testimonios de tortura, violaciones y todo tipo de vejaciones. En ese sentido, la saña con la que las fuerzas del orden peruanas trataron a indígenas y campesinos/as, más que a la lucha contra el grupo terrorista, respondía al racismo histórico de la cultura política peruana, llegando a estigmatizar a todo/a indígena y campesino/a como “terruco”, es decir, terrorista/senderista.
Hoy cuando Perú afronta otra crisis política, se repite esta historia. Allende de un nuevo episodio de inamovilidad política entre Ejecutivo y Legislativo a consecuencia de un sistema de partidos fragmentado y una coyuntura polarizada que llevó a la salida del expresidente Castillo, lo que llama la atención es cómo las fuerzas del orden peruanas una vez más se ensañan con los indígenas y campesinos/as de la sierra frente a su legítimo derecho ciudadano a la protesta y a exigir la continuidad democrática.
Y una cuestión más. Yo también me alegré cuando un representante de los grupos históricamente subalternizados de Perú asumió la presidencia, pero mi alegría duró poco. Qué pena que Castillo y su gente, como tantos otros/as en América Latina que prometen el cambio, hayan sucumbido a las prácticas dominantes de nepotismo, clientelismo, corrupción, mal manejo de la gestión pública, que no sea un gobierno idóneo para defender. No obstante, quienes pagan el pato de la crisis política y de la pugna por el poder son pues los de siempre, los mismos indígenas de 1883 que fungieron como carne de cañón de la defensiva peruana frente a la ocupación militar chilena y luego fueron fusilados; los indígenas/campesinos/as que en los 80 se encontraban en medio de los fanáticos sanguinarios de Sendero Luminoso y los asesinos y torturadores institucionales de los gobiernos peruanos.
¿Hasta cuándo?
Columnas de ROCÍO ESTREMADOIRO RIOJA