La muerte en un abril y un cerrar de ojos
¡La muerte no es una sola, ni definitiva!
Hay muertes anunciadas, queridas, rechazadas, esperadas, obligadas y misteriosas.
Todos tenemos que morir, nuestra esencia humana nos empuja hacia el acantilado minuto a minuto, hora a hora.
Como humanos, somos finitos. Nos vamos desgastando lentamente. Nos vamos dejando. Nos vamos olvidando de apoco de nosotros mismos. Mientras la memoria alista el pasado como una prueba definitiva del recuerdo que seremos o el olvido que lentamente comenzamos a ser.
La memoria y el deseo es una dualidad que a menudo nos insinúa una fatalidad o una virtud. Memoria, para pretender convertirnos en una nostalgia permanente, y deseo, para sortear los caminos espinosos de esa nostalgia. El deseo se convierte en una coartada para explicar la razón de vivir. Nos transforma en criaturas que agitamos los brazos con desesperación para no ahogarnos en el olvido.
El deseo es el antídoto para las constantes muertes que nos anuncia la vida.
Ícaro era un atrevido y jugaba con la muerte, vivía para amenazar a la muerte. Era un eterno enamorado del deseo, pero también veía la vida como una libertad absoluta.
Ícaro proponía un acto de fe en uno mismo, pero no en lo que lleváramos, es decir, confiar en nuestro cuerpo, pero no en nuestras pasiones e impulsos.
Ni tan alto, ni tan bajo. El equilibrio es la vida plena y el cause perfecto.
Uno puede tener alas que lo eleven hasta el límite absoluto, pero no son alas naturales, nacidas con uno y de uno. Son alas postizas que en cualquier momento se revelan y toman su propio curso.
Y así, como una prestidigitación escrita, una vez más llegamos a abril. Ese mes que debería evocar flores, luz y renacimiento carga, en cambio, un manto negro.
La historia ha sido testigo de despedidas memorables, tragedias mundiales y renacimientos forzosos que más que esperanza, trajeron dolor.
Abril es el mes donde la lluvia no consuela, sino que incomoda; donde la muerte se cruza con el calendario y la memoria se vuelve más pesada. ¿Por qué parece que abril, en lugar de un alivio, es una herida abierta?
Como escribió el poeta César Vallejo: “Me moriré en París con aguacero”, pero bien podría haber sido, (fue en abril), ese umbral donde la vida se disfraza de resurrección y la muerte acecha, delicada, como un parpadeo.
La muerte, en su poesía, no tiene lógica ni calendario. Puede ser París. Puede ser abril. Puede ser un cerrar de ojos. Su poesía no busca demostrar la muerte, sino cargarla con palabras, dolerla hasta que el poema se vuelva también un cuerpo que cae.
Este artículo no pretende explicar la muerte desde la lógica, sino intuirla desde la poesía, desde esa grieta del lenguaje donde lo inefable se asoma. Para ello, confluyen aquí cuatro miradas: T. S. Eliot, quien ve en abril una crueldad disfrazada de promesa; Vallejo, que arrastra la muerte como una dolencia existencial; Octavio Paz, que la abraza como una presencia inseparable de la vida; y Mario Vargas Llosa, que la enfrenta desde la memoria, la historia y la pérdida.
“Abril es el mes más cruel, criando
lilas de la tierra muerta, mezclando
memoria y deseo, removiendo
turbias raíces con lluvia de primavera…”
— T. S. Eliot, The Waste Land.
Abril, para Eliot, no es el renacer festivo de la vida, sino una ironía: lo que florece no consuela, despierta. Criar lilas sobre la tierra muerta es un gesto casi violento. El verdor no borra el dolor, lo intensifica. Esa tensión entre lo que florece y lo que duele conecta con la poesía de Vallejo, quien nunca escribió la muerte como final, sino como herida viva. En su mundo, la existencia misma es una forma de sufrimiento, y la muerte no llega con redención, sino con interrogantes: “¿quién no se ha muerto un poco alguna vez?”
“Me gusta la vida enormemente pero, desde luego, con mi muerte querida y mi café y viendo
los castaños frondosos de París y diciendo:
Es un ojo éste; una frente ésta, aquélla… Y repitiendo:
¡Tanta vida y jamás me falla la tonada”!
También Octavio Paz (+ 19 de abril de 1998)), desde otro lenguaje, comprendía que la muerte no se opone a la vida, sino que la habita. En El laberinto de la soledad dice que el mexicano convive con ella, la celebra, la transforma en máscara. Para Paz, morir es un acto que no termina con el cuerpo, sino que se prolonga en la memoria, en los ritos, en el lenguaje. Octavio Paz anuncia que la vida y la muerte no se anulan, sino que se contaminan mutuamente. En La llama doble, dice que el amor verdadero “nace y muere en un instante”, y que ese instante es eterno. Algo similar ocurre con la muerte: su llegada es breve como un cerrar de ojos, pero su eco se instala en todo lo que aún florece.
(…) “Y un pájaro cantó, delgada flecha. Pecho de plata herido vibró el cielo,
se movieron las hojas, las yerbas despertaron...
Y sentí que la muerte era una flecha que no se sabe
quién dispara y en un abrir los ojos nos morimos”.
Y Mario Vargas Llosa (+ 13 de abril de 2025), desde su orilla narrativa, recoge la muerte como una herida histórica, individual y colectiva. Sus personajes mueren no solo en los actos, sino en las palabras, en lo que callan. En La fiesta del Chivo, la muerte no es el final del cuerpo, sino la destrucción del alma a través del poder, la violencia, la memoria. Para él, morir también puede ser ceder ante el olvido, aceptar la derrota de la conciencia. Vargas Llosa no escribe sobre la muerte como símbolo, sino como realidad. Pero incluso en esa crudeza, hay poesía: el instante del fin siempre encierra una pregunta, una duda, un “¿y ahora qué?” Como en abril, donde algo florece, pero no termina de sanar.
Abril no es solo una sombra: es un espejo. Nos devuelve la imagen de lo que fuimos, de lo que perdimos, y de lo que, a pesar de todo, vuelve a brotar. Por eso es el mes más cruel. Porque nos recuerda que incluso lo bello muere. Y que incluso la muerte puede ser bella.
La muerte, como abril, no llega gritando. A veces se posa, leve, en el borde de una flor, en el pliegue de un recuerdo, en un parpadeo que no vuelve a abrirse. Vallejo la arrastra, Paz la danza, Vargas Llosa la narra, Eliot la observa germinar donde ya no debería crecer nada.
Vallejo murió en París el 15 de abril 1938, un Viernes Santo con “soledad, lluvia, los caminos”. No fue un jueves como lo vaticinó en su poema Piedra negra sobre una piedra blanca, pero eso no encierra ningún misterio, Vallejo solía morir a diario, mientras meditaba y escribía.
Ese abril que poetiza Eliot, también es el grito de la profunda angustia del hombre por la vida y la muerte, la primera, que siempre se va sin prisa, pero sin pausa. Lenta y cómodamente. Pretendiendo fustigar al descanso abstraído e inundarlo de pesadumbre por la llegada de la segunda: el hoyo negro, la pálida, la pelona, la tenebrosa, como solía llamarla el escritor cubano Severo Sarduy.
Abril está escrito y presagiado, se vislumbra como un tiempo de pasión y partida. Es, lo que muchos llaman, el látigo de la muerte en la literatura.
En abril, se fueron muchos de los que ya tenían el recuerdo y sino, por lo menos el pálpito de que abril hace brotar lilas en la tierra muerta. Miguel de Cervantes, William Shakespeare, Günter Grass, Gato Barbieri (jazzista), Eduardo Galeano, Rómulo Gallegos, Isaac Asimov, Séneca, Simone de Beauvoir, Jean-Paul Sartre, Octavio Paz, Lord Byron, Abraham Stoker, Alejo Carpentier, Ernesto Sábato, Sor Juana Inés de la Cruz, Gabriel García Márquez y ahora, como un mandato escrito con tinta negra, Mario Vargas Llosa y el papa Francisco.
Morir, entonces, no siempre ocurre en hospitales ni en batallas, sino también en gestos mínimos: en la forma en que se cierran los ojos, en el instante en que la lluvia toca la tierra, o en la lila que brota sobre una tumba.
“Yo creo que uno debe mantenerse vivo, que lo ideal es que la muerte sea un accidente, que venga a interrumpir como algo accidental una vida que está en plena efervescencia. Ese sería mi ideal.
Me gustaría que la muerte me hallara escribiendo, como un accidente”. Vargas Llosa acertó. La muerte le vino de repente, distraído, a los 89 años, plácido y libre, eternamente libre, como siempre lo fue.
Tal vez eso sea abril: la estación donde la muerte no se impone, sino que se insinúa.
Y tal vez eso sea la muerte: un abril y un cerrar de ojos.
El autor es comunicador social
Columnas de RUDDY ORELLANA V.