Los nuevos “civilizadores”
(…) basta observar esa horrorosa edificación que pretende ser el nuevo Palacio de Gobierno, cuando, en realidad, parece un monumento a lo más recalcitrante del desarrollismo fascistoide y “civilizador”
Herederas del enajenamiento dogmático y prepotente de la Revolución Industrial, en el siglo XIX y parte del siglo XX, en América Latina sobresalieron doctrinas “civilizadoras” que implicaron una noción de “progreso” como sinónimo de patrones tecnocráticos europeos decimonónicos. Trascendió el planteamiento de que el “progreso” significaba gigantes infraestructuras, ferrocarriles, fábricas, concreto. Ese fenómeno trajo secuelas que marcaron profundamente a la formación social latinoamericana:
Siendo que el referente del modelo de “desarrollo” estaba en Europa, el esquema “civilizatorio” se unió a conjeturas racistas que también caracterizaban a ese contexto; se ligó a la “civilización” con la “raza blanca”. Ello condujo a que el tan mentado “progreso” siguiera descansando en el sudor del pongueaje de los indígenas y la esclavitud de los afroamericanos. Asimismo, justificó genocidios y asimilaciones neocolonizadoras, por ejemplo, en el sur de Sudamérica se arremetió contra los Mapuches, catalogados como “salvajes” que había que “civilizar”.
Lo rural fue vinculado con lo “salvaje”. Así, no sólo se “confirmaba” que indígenas y afroamericanos, (esa fuerza de trabajo sobreexplotada en los latifundios, la zafras, las minas, etc.) eran parte de lo “bárbaro”, sino que eso se tradujo en lo que Marcos Kaplan llamó “dualidad estructural” o la tremenda desigualdad entre las grandes urbes y el resto de poblaciones de nuestros países. En consecuencia, en las ciudades principales se centró el poder político y las oportunidades, mientras cundía el abandono y la desidia estatal frente a lo rural.
Como extensión de lo “rural”, la naturaleza se asumió cual antítesis de la “civilización”. Se potenciaron los enfoques positivistas que comprendían a la naturaleza exclusivamente desde el punto de vista “utilitario”. Fue desdeñada cualquier expresión de humilde y desinteresado asombro en relación a lo que nos rodea.
Hoy, en el siglo XXI, los referentes “civilizatorios” europeos aparentan haber aprendido la dura lección sobre el costo que involucraron esas teorías. Respecto a la devastación e irresponsabilidad ambiental del pasado, se buscan salidas más limpias y amigables con la naturaleza, no por “buena onda”, sino por elemental sobrevivencia.
No obstante, en Bolivia continúa primando una visión de “desarrollo” basada en el maniqueísmo de “civilización versus barbarie”. Cual si se hubiera detenido el tiempo en el siglo XIX, rebasan las manifestaciones de “progreso” que se asientan en la adoración del cemento, en las megaconstrucciones ostentosas, en el extractivismo desmedido y en el recelo y desconfianza hacia la naturaleza y sus seres vivos.
En ese sentido, en un país que, se supone, se enorgullece de sus raíces indígenas, paradójico ampararnos en un paradigma que, por esencia, siempre despreció a los indígenas y que los sepultó en el abuso, la miseria, la falta de oportunidades.
Alarmante es el hecho de que los gobiernos representen ese pensamiento a través de gestiones que se precian de estar convirtiendo al país en un páramo calcinante, donde casi lo único que crece son los mamotretos de concreto y en el que se propaga el culto a los motores, al plástico, a los desechos humeantes.
Y peor todavía es que los abanderados de la “descolonización”, de los “pueblos indígenas” y del respeto a la “Madre Tierra”, sean los primeros en encarnar esas ideas a partir del “obrismo” iluso que identifica a la planificación pública de los últimos años. Como lúgubre evidencia, solamente basta observar esa horrorosa edificación que pretende ser el nuevo Palacio de Gobierno, cuando, en realidad, parece un monumento a lo más recalcitrante del desarrollismo fascistoide y “civilizador”.
La autora es socióloga.
Columnas de ROCÍO ESTREMADOIRO RIOJA