Humberta Osorio y las filas de la vejez
Parecía cosa del destino: irremediablemente todos sus hijos fallecían cuando estaban por cumplir los 33 años; de nada servían los consuelos de las amistades y los parientes con las cantaletas que reiteraban “es una bendición porque es la edad de Cristo” o las especulaciones que calculaban “es un número propio y natural de las ecuaciones más especiales”; porque a Humberta Osorio le valía un rábano la religión o la numerología, lo que ella quería era ver crecer a sus hijos sanos y salvos.
La robusta mujer, que había parido de modo natural nueve hijos, cumplía ese invierno 80 años, pero por el tormento de los velorios familiares la tribulación de enterrar a sus hijos y el odio a la vida, semejaba haber presenciado la mismísima Creación.
Ella se sentía destruida, desmoronada por su realidad y aturdida por su desolación, pero sin embargo no se la veía muy distinta de los otros viejos que hacían la fila interminable de la pensión. Como siempre, eran los primeros días del mes, y las hileras de ancianos, que desbordaban las puertas del banco estatal, parecían macerarse bajo un sol inclemente.
- ¡Esto es un maltrato! -, atinó a reclamar un veterano con vertebras petrificadas y un espinazo pedregoso que amenazaba curvarse hasta clavarse en su costillar.
- Debieran enviarnos la pensión a nuestros hogares -, protestó una mujer cuyo pellejo sucumbía bajo el peso de las canas que empedraban su testa.
- A este paso nos la tendrán que enviar al panteón -, sentenció otro octogenario en cuyo vientre aún rumiaba el incansable saltinbanqui de una perversa digestión.
Humberta Osorio suspiró, conocía muy bien el carácter antropófago del Estado nacional; sin embargo, aun a pesar de haber chapaleado muchos años en la cartilaginosa y frívola burocracia pública, nunca pudo aceptar la maldita expiación a la que el poder había acostumbrado a la ancianidad de un país que iba y venía entre las indulgencias y las intransigencias.
Con la seguridad de que primero llegaría el día de su incineración antes que su turno en la fila, Humberta Osorio tuvo una revelación: “ojalá también me hubiese muerto a los 33, así no tendría que sufrir el maltrato de este miserable país”.
Columnas de RONNIE PIÉROLA GÓMEZ