Leocadio Malatesta y el Martes de Ch´alla
La mañana del Martes de Ch´alla, Leocadio Malatesta sacudió la cabeza y se sintió desnudo frente al mundo real. Quizás era fruto de la presencia intimidante que imponían unos nubarrones negros y amenazantes que en ese momento se cernían sobre aquel valle que le tenía por huésped desde hace varios años, o de pronto se trataba de la sensación fría que impactaba en su rostro en forma de gotas de lluvia y que pronosticaban un día húmedo y gris.
Insuficientes resultaron ambas interpretaciones ante la identificación de lo que realmente pasaba en el fondo del corazón de Leocadio Malatesta. Sucedía que el hombre evocaba en el corazón la estrechez de saber que, pasado ese día, una vez él hubiese devorado su puchero y bebido hasta el agua de los floreros, debería volver al mundo real para hacer lo que había acordado hacía poco con su compadre de toda la vida: formar una sociedad de morondanga que en un acto directo de corrupción construiría por aquí y por allá con el dinero de aquella pobre república bananera.
De pronto era por esa sensación, más amargura ética que alucinación económica, que aquellas nubes de tormenta le recordaban que ganaría dinero de modo ilegal, ¿pero de qué otro modo podría sobrevivir a las elecciones judiciales, a la ausencia de los dólares, a las amenazas de bloqueos, a los jueces comprados y a los tribunales mal habidos?
Sacudido por el abrazo sincero de su compadre del alma, Leocadio Malatesta se dejó devorar por una fiesta de antaño, y entre la garapìña y los confites, los chistes y los taquipayanacus, llegó a olvidarse de la moral y se afianzó en la corrupción.
Fue entonces, mientras los cohetillos tronaban y los brindis se multiplicaban, que fue presa de la desazón. Caminaba él en dirección a un baño maloliente cuando un recodo escondido le expuso ante una sombra que le dijo:
—Uno duerme en paz con la conciencia tranquila.
Recién ahí Leocadio Malatesta reconoció en aquella penumbra que quien le hablaba era su abuelo, y recordó que ese viejo de alma noble había sabido pasar por la vida sin mancharse con la indignidad de la corrupción.
Nunca tendría mejor semblante Leocadio Malatesta que en ese momento sublime en que volvió a la juerga decidido a no ser parte de la vil propuesta de su compadre, a quien sin justificativos ni explicaciones, le agradeció por la comida y se marchó.
Leocadio Malatesta nunca más volvería a ver a su compadre, no por la cólera que le causó la infidelidad de aquel negocio ruin, pero sí porque tras un año sin hablarse, el Miércoles de Ceniza del año siguiente, sería detenido por corrupto y moriría días después ahorcado en su celda.
El autor es escritor, ronniepierola.blogspot.com
Columnas de RONNIE PIÉROLA GÓMEZ