Brasil
Del Brasil me enamoré en la niñez, debido a que tuve la suerte de crecer entre los discos de vinilo de mi padre, la afición por las novelas televisivas de mi madre y la diversa biblioteca familiar.
Hace unos 30 años, las novelas de TV brasileñas no eran lo que suelen ser hoy, cuando el oscurantismo mercantil impone productos en serie, digeribles, simplones, maniqueos, repetitivos. Por esas épocas, las novelas brasileñas que llegaban a Bolivia revestían de un valioso cariz sociológico, político, histórico, sin que falten, en sus bandas sonoras, las melódicas voces de Gal Costa, Elis Regina, María Bethania. Encantada con su música, por ejemplo, atesoré en mi cabeza los acordes de la canción de apertura de “O bem amado” (posiblemente la mejor novela televisiva de todos los tiempos) compuesta por Vinicius de Moraes.
Años después, curiosa y “dañina” como soy, me encontraba husmeando en los discos de vinilo de mi padre, cuando me topé con un disco celeste que rezaba: “A arte de Chico Buarque”. Lo abrí y descubrí un universo de poesía que no esperaba y menos aún en el marco del aletargamiento que producen las hormonas que revolotean en la pubertad. En especial me sorprendió Construção, ya que de un sopetón se manifestaron dos cosas fundamentales en mi configuración de vida: el contenido sociológico y la exquisitez de la música popular brasileña y de la bossa nova. De ahí no fue difícil saltar a la inusitada lírica de Rosa dos ventos y a la profundidad filosófica de O que será en sus dos versiones, la de la piel y la de la tierra. Y como una cosa lleva a la otra, de pronto me vi embelesada con los colores de abril de Vinicius, con el dolor febril de Cartola, con el asombro infantil de Caetano, con la angustia cadenciosa del Canto das três raças. Y con este verso que me hizo apreciar mi nombre: “A felicidade é como a gota de orvalho numa pétala de flor”.
Perdidamente apasionada por Brasil, me vi leyendo, uno tras otro, los libros de Jorge Amado, constatando que el hechizo de ese enamoramiento crecía sin medida, en cada palabra, en cada verso, en cada acorde. Empecé con Capitanes de la arena, texto fuerte y valiente que levantó la voz por los niños de la calle. Siguió Sudor y Cacao, conformando una trilogía donde Amado se enmarca en el realismo social y en la protesta comprometida.
No obstante, la complejidad extraordinaria de su arte se revelaría en las novelas posteriores, obras maestras “totales”, capaces de bucear a través de los recovecos de la naturaleza humana y en las que se confunde lo dulce y lo amargo, la miseria y la ternura, lo terrible y lo asombroso. Tres de ellas, me sellaron para siempre, además porque conllevan el plus de colarse inigualablemente en los laberintos femeninos. Toda mujer sincera consigo misma puede identificarse con protagonistas casi cotidianas, pero de fábula embriagadora: ¿Cómo no recordar la sensualidad e irreverencia de Gabriela (de Gabriela Clavo y Canela), símbolo de la libertad femenina? ¿Cómo no reconocerse en la dualidad de Doña Flor (de Doña Flor y sus dos maridos), en medio de la lucha encarnizada entre la carne y el espíritu? ¿Cómo no emocionarse con la reivindicación de la “puta” en Teresa Batista, cansada de guerra?
Ello sin contar la descripción de los áridos y turgentes paisajes del sertão brasileño, de la magia asentada en las esquinas de Salvador de Bahía, de la desdicha que se danza en los carnavales de Río de Janeiro, todo eso es dable de leerse y de escucharse, dejando en evidencia que la música, la literatura y el arte permiten viajar, pero hacen viajar en serio, al punto de conocer y reconocer hondamente a un maravilloso y enorme país al que sólo fui, físicamente, un par de veces.
La autora es socióloga.
Columnas de ROCÍO ESTREMADOIRO RIOJA