Capital social y estatismo
“Todo lo que tengo en este mundo son mi palabra y mis pelotas, y no las rompo por nadie ¿entiendes?”, exclamaba Al Pacino, interpretando a Tony Montana en el célebre filme Cara cortada (1983). Se trata, en mi concepto, de una manifestación esencial del origen de la confianza, esa sensación que suele vincularse a la seguridad que emerge del convencimiento de que quien te dice o promete algo, lo hace con la verdad y hará todo lo posible por cumplir lo ofertado, su palabra será suficiente prenda de garantía en tanto el interlocutor tenga suficientes razones para fiarse, más allá de constreñimientos o exigencias coercitivas.
Se trata de un valor que permite que las relaciones interpersonales fluyan y los nexos que cohesionan al grupo se formen y sostengan, abaratando los costos en las transacciones –no solo económicas o mercantiles–, además de garantizar el cumplimiento de los acuerdos como una forma de atenuar riesgos y obtener el necesario margen de previsibilidad que permita que los emprendimientos humanos, en todas las esferas de la vida, prosperen.
Es este el intangible –llamado confianza– en el que la idea de “capital social” encuentra uno de sus mayores basamentos, como un conjunto de rasgos colectivos emergentes de un proceso de acumulación histórica, inherentes a una determinada organización social (confianza, normas y redes) y que sirven de sustento para un funcionamiento social más eficiente, facilitando un cierto grado de coordinación en las acciones interpersonales, tan necesarias para el desarrollo en una determinada comunidad (Putnam, 1993).
Debe entenderse que la coexistencia entre diversos tiene que ser, además de pacífica, altamente eficiente para el desenvolvimiento de las potencialidades humanas, tanto individuales como colectivas. Y también un tanto al margen de las costosas medidas de seguridad institucionalmente creadas y que deberán operar en todo caso como excepción y no como regla. Es decir, únicamente cuando la desconfianza irrumpa entre los acuerdos necesariamente escritos, los sellos institucionales, los sobres cerrados y lacrados, los registros y amplio conjunto de entidades y funcionarios encargados de dar validez y salvaguardar la fe pública.
Pero como el hombre suele ser el lobo del hombre, ese cada vez más complejo aparato de precautela y represión se va haciendo imprescindible, peor cuando las relaciones entre sujetos se sostienen más en la garantía de la amenaza y la coerción formal que en la buena fe y la confianza, haciendo que el funcionamiento social se torne cada vez más dependiente de las instituciones/Estado que de los propios ciudadanos a los que en realidad debería responder, ralentizando y en algunos casos anulando los procesos productivos y el flujo de los recursos en la sociedad. Así, el viejo Estado Leviatán de Hobbes se justifica nuevamente, ahora en su matiz burocrático, cada vez más imprescindible, más tiránico e invasivo, por ello, más codiciado.
Tuvo que ser un extranjero el protagonista de un hecho especialmente ilustrativo en relación a lo que ahora pretendo describir, un holandés con el que hasta hoy mantengo una cordial relación de amistad y quien hace ya muchos años, en su rol de director de la entidad en la que por entonces llegué a trabajar, me brindó una gran lección de vida al señalar, ante mis reclamos y con la serenidad de quien sabe muy bien de lo que habla, que el documento que en ese momento me entregaba llevaba únicamente su firma y que precisamente por ello no necesitaba de sello, número de registro o aval alguno para su plena validez, argumentos que en ese instante juzgué por demás razonables. No fue hasta años después, cuando un burócrata encargado de revisar mis antecedentes laborales,se dio a la tarea de retornarme abruptamente a nuestra realidad, restando valor el merituado documento al tratarse, en sus palabras, de un simple papel con la firma ilegible de un sujeto de apellido impronunciable.
Esto demuestra que la desconfianza y la inseguridad son rasgos culturales lentamente sedimentados en nuestra identidad –es decir, dispositivos no escritos profundamente enraizados en el imaginario colectivo y que rigen nuestro ordenamiento social–, incrustados por la fuerza de la repetición constante y machacona en todos los ámbitos de la vida, cuyo origen se pierde en lo oscuro del tiempo.
Esta es también la causa de nuestro exacerbado estatismo, pues ante el temor y la inseguridad que genera la desconfianza generalizada, cualquier medio que sirva como dispositivo de seguridad o evidencia de lo que se haga y diga resulta válido, desde los ritualismos, las instituciones, los sellos, los membretes, las identificaciones, la señales de autenticidad, los registros, etc., hasta aquellos que son obtenidos de forma directa por medios tecnológicos –hoy al alcance de todos en forma de smartphones (fotos, grabaciones de videos y audios, filtraciones documentales, de chats, emails y otro largo etcétera). Todo, en un ambiente general en el que la hostilidad está tan normalizada al grado de lo imperceptible y en la que los recursos son escasos y cada quien va por lo suyo, sin importar mucho lo que suceda con el resto, salvo aquellos que califiquen como parte de su entorno inmediato, factor que también explica en alguna medida nuestro profundo sectarismo.
Podría entenderse que a menores grados de confianza colectiva y capital social corresponderá una mayor necesidad de intervención estatal, la mano de ese “gran hermano” que se ocupe de nosotros, los incapaces que no paran de pelear entre ellos, y regule un funcionamiento social ciertamente defectuoso, debilitado por la inseguridad y el miedo.
En consecuencia, es posible inferir que el origen del exagerado estatismo prebendal que nos caracteriza no radica solo en los políticos que se incrustan en el aparato público, no señor, ellos son lo que son y cambiar este estado de cosas nunca les será conveniente. El problema radica –y quizás en mayor grado– en nosotros mismos, pues una sociedad que resta importancia a los tres elementos esenciales del capital social: confianza (entre sujetos antes que entre grupos), instituciones (organizaciones y/o normas) y redes de cooperación (no corporativizadas), cae rápidamente en situaciones de “Estado dependencia” que se agravan si, además, se adolece de una base institucional débil, tendiendo la alfombra para que autoritarismos de distinto cuño irrumpan erosionando nuestra, cada vez más, depauperada democracia y arriesgando nuestra viabilidad como nación.
Doctor en gobierno y administración pública
Columnas de IVÁN CARLOS ARANDIA LEDEZMA