Mujer pública
¿Sabían que la RAE define a “mujer pública” como “prostituta”? Googleen el concepto y saldrán resultados del estilo: de “dícese de aquella mujer que vende su cuerpo, que trafica consigo misma. Que alquila sus servicios sexuales. Alquiladiza (sic)” (Diccionario abierto colaborativo).
En comparación, miren lo que se devela como “hombre público”: “Hombre que tiene presencia o influjo en la vida social” (RAE), “el que interviene en la política y desempeña importantes funciones o despliega intensa actividad…” (Diccionario de derecho general).
Debo aclarar que no tengo nada en contra de las trabajadoras sexuales, al contrario, me solidarizo frente a una labor que, justamente por el machismo que impera, es una de las más repudiadas socialmente. Sin contar que una mayoría de trabajadoras sexuales son verdaderas proletarias del amor (Jorge Amado), sus circunstancias suelen estar relacionadas a situaciones de explotación extrema, violencia, abuso, pobreza y desamparo. Ellas encarnan lo más duro de ser mujer en el contexto patriarcal.
No obstante, lo que preocupa de esas “definiciones” es la equidistancia que conlleva lo “público” para mujeres y hombres y la naturalización de roles de género en los que la mujer, cual grupo históricamente subalternizado, es concebida ocupando solamente espacios privados y bien lejos de la política y de la toma de decisiones, mientras el hombre se asume como único ente que interviene en la política y en la vida social. La mujer sólo será “pública” si un aspecto de la vida privada –la sexualidad– lo es. El hombre, en cambio, será el monopolizador del poder.
Tal vez por la porfiada pervivencia de esas mentalidades es que nos cuesta aceptar que hoy las mujeres conquistamos espacios de poder. La presencia de las mujeres en el poder y en la política todavía significa incomodidad, repudio, incomprensión, incapacidad para desligar de las mujeres los estereotipos y estigmas que continúan catapultándonos en roles privados, sumisos.
Por ejemplo, veamos casos recientes de mujeres en función pública en Bolivia, nada más y nada menos que una presidenta del Estado (Jeanine Áñez) y una presidenta del Senado (Eva Copa), formalmente las máximas autoridades del país y que, por lo mismo, deben sortear todo tipo de agresiones simplemente por su condición de mujeres.
¿Abundan comentarios que interpelan a gobernantes hombres por su edad? ¿Por su color de pelo, las arrugas en la piel o la constitución corporal? ¿Se les cuestiona frecuentemente su estado civil, su paternidad o lo que hagan con su vida privada? ¿Divulgaron “vídeos porno” de gobernantes hombres? ¿Los gobernantes hombres son burlados y/o condenados a partir del ejercicio, o no, de su sexualidad?
Lo terrible es que aparte de tener que soportar, las mujeres públicas, el misógino escrutinio de los hombres machistas que rebasan, no han faltado mujeres que recurren a estas prácticas al momento de denigrar a la rival política. ¿Cuántas militantes del MAS se han referido despectivamente al color de pelo o a los rasgos del rostro de la Presidenta? ¿Callaron o alimentaron el fuego cuando la Presidenta era comidilla de los pervertidos y acosadores de las redes por su supuesta vida sexual? ¿Qué dijeron algunas “pititas” cuando se difundió el supuesto vídeo “porno” de la Presidenta del Senado? ¿Acaso la Presidenta del Senado no fue blanco de diatribas, incluyendo femeninas, por su color de piel o las características de su cuerpo?
Igual que cualquier servidor gubernamental, las mujeres públicas deberían ser evaluadas por su posición política, la calidad de su gestión y otros aspectos fundamentales que hacen a la calidad de la función pública. Qué pena que ello aún se vislumbre como lejano en un contexto tozudamente misógino y machista.
La autora es socióloga
Columnas de ROCÍO ESTREMADOIRO RIOJA