Cómo ser mujer y no morir en el intento
“No me den formulas exactas, porque no espero acertar siempre.
No me muestren lo que esperan de mí, porque voy a seguir mi corazón.
No me hagan ser lo que no soy, no me inviten a ser igual, porque sinceramente soy diferente.
No sé amar a medias, no sé vivir de mentiras, no sé volar con los pies en la tierra.
Soy siempre yo misma, mas ciertamente no seré la misma para siempre!”.
Cito a una de mis diosas terrenales, Clarice Lispector, (Chechelnik, Ucrania 1920 - Río de Janeiro, 1977) porque no creo que haya existido otra mujer en este mundo tan apasionada como ella para describir los sentimientos, los estados de ánimos, la palabra, los deseos de ser…, la libertad, el pensamiento, pero sobre todas las cosas, el ser mujer, por encima de todo: “Fui trémula a mi encuentro y encontré a una mujer”.
Toda ella era la palabra recia, la palabra rigurosa, la que se fija inamovible para expresar claramente lo que se quiere y se siente. La palabra convertida en consagración del instante, de lo profundamente sensible, del misterio, del amor y de la subjetividad que encierra la mirada que va más allá de lo cotidiano, pero también de lo estúpidamente racional que se debe ser al traducir ese misterio; lo que no tiene nombre, congelar en el instante esa mirada y esos sentimientos que están más allá del alcance de las palabras. “Lo indecible me será dado solamente a través del lenguaje”.
Pero en la vida de Clarice Lispector también existió otro componente determinante y brutal, la tragedia, le ocurría una tras otra, la perseguía como una sombra, en sepia y negro. Eso, sin duda, templó su labor literaria y su condición de mujer que, sin caer en la laceración, se cuestionaba con detenimiento: “Escribo porque me resulta un placer que no puedo traducir. No soy pretenciosa. Escribo para mí, para sentir mi alma hablando y cantando, a veces llorando”.
Lispector ahonda y encara la dualidad constante de la vida, enfrenta el dolor y ser, como decía Fernando Pessoa, feliz por un momento. Pero no siempre esa pretensión de ser feliz está dada abiertamente, con libertad, con frecuencia es escurridiza, envidiosa y veleidosa.
¿Qué misterios indescifrables existen más allá de ser mujer? Y mis posibles respuestas acaso sean apenas intentos por comprender lenguajes abstractos sin razones ni significados exactos.
Más allá de ser mujer, intuyo, está toda una simbología no dicha, no escrita, no explícita, sentimientos que se contraponen unos a otros que simplemente desean ser interpretados, deducidos, cobijados.
Porque comprendo que ser mujer siempre implicó un reto constante, un desafío consigo misma y con los demás. Con todo un sistema social, político y cultural. Un rosario de desafíos, para ser exacto.
No basta la simple inquietud para desvelar sus arcanos, es necesario ganarse la contraseña para ingresar a plenitud en su centro, en los secretos de mujer, en esos que para muchos machos alfa no existen y que rompen con todo: agreden, golpean, se apropian de su integridad, denigran y matan para convencerse de que es una gran bestia que puede eyacular donde se le pegue la regalada gana.
En estos tiempos, la palabra mujer parece estar encerrada en un círculo rojo. Está marcada por un destino negro que cada vez más se acerca a lo cotidiano, a lo estrictamente normal, a lo que simplemente es y ocurre y que, sin remedio alguno, debemos ir acostumbrándonos a la idea de que matarlas o golpearlas es parte del juego miserable de esta sociedad que se devora así misma.
En Bolivia, los feminicidios y los golpes de todos los días en los rostros de la dignidad ya casi van formando parte del paisaje primaveral. A diario, el macho subdesarrollado va ampliando su territorio torpe y misógino, anotando, sin escándalo alguno, su poderío, que es también, una extensión de su falo.
¡Sí! Ser mujer implica doble riesgo. Enfrentar a una sociedad prejuiciosa, hipócrita y celestina y estar siempre parada en la línea oscura del dolor y la tragedia.
En Bolivia las afrentas a la mujer parten desde sus gobernantes (14 años de un constante hostigamiento y degradación), autoridades, subalternos y tira sacos, hasta su sociedad acomodaticia que observa sin enfado cómo la dignidad y el respeto por ellas se pierden entre la bruma. A los primeros siempre les unió un cordón de poder iniciado por el jefazo. A la sociedad, un silencio sin compromisos.
Ser mujer también implica retos que ellas sortean con admiración: mujer guerrera, mujer combativa, mujer que cría y pare, mujer que reclama y defiende, mujer que sueña y realiza.
En medio de todo esto está un doble esfuerzo por no sucumbir, por estar siempre en guardia para desmitificar esa cretina idea mínima de ser el sexo débil.
¿Hay que reivindicar una y otra vez la palabra mujer?
Debería darse por sentado que siempre estará a buen recaudo ¡Pero no! Es imprescindible hacerlo para no caer en el olvido, para no ser parte del gran problema sin plantear una solución a las agresiones del día y a las muertes que manda la ignorancia.
Ser mujer parece un constante atrevimiento, una afrenta, un universo que fustiga e incomoda a una sociedad que va calando a su antojo las agresiones e irreverencias hacia ellas, hacia las suyas, hacia las mías.
Reivindicarlas significa reclamarlas, defenderlas, reafirmarlas, en medio hay requisitos inamovibles para cumplir esos propósitos: educación, educación y más educación. Sin ella valdrán poco las leyes. Si no se respeta su disenso, sus diferencias, sus secretos, sus palabras y sus libertades, entonces es poco lo que se hará desde las sanciones.
“Gusto de los venenos más lentos, de las bebidas más amargas, de las drogas más poderosas, de las ideas más locas, de los pensamientos más complejos, de los sentimientos más fuertes. Tengo un apetito voraz y los delirios más locos.
Me puedes hasta empujar de un acantilado que yo voy a decir:
—¿Y qué? ¡amo volar!”. (C.L.)
El autor es comunicador social
Columnas de RUDDY ORELLANA V.