La Habana en el exilio
Orfandad es un sentimiento involuntario que a menudo se respira fuera de La Habana, también, desde La Habana.
Siempre tengo la sensación de que habitar en la isla es como estar sitiado en la propia existencia. Cuba me da esa visión, esa interrelación tormentosa entre presencia, ausencia, recurrencia.
A veces creo que asumir el reto de escribir en Cuba es como internarse en socavones inhóspitos donde la quimera del oro bien podría desdecir su fisonomía ilusoria para convertirse en veta prodigiosa, o claro, reafirmar —sin claudicar al propósito— su consigna irreversible de ser quimérica, no por falta de talento, sino porque las posibilidades de publicar libros parece que son cada vez más reducidas y predestinadas al solo hecho de ser escritos.
La literatura cubana en el exilio tiene esa vanguardia constante de las identidades del hombre que habita en la mirada huérfana del horizonte. Ya lo dije, es la presencia, la ausencia y la recurrencia, una trilogía que sin embargo también implica sujetarse al futuro que siempre puede ser un motivo más para asumir la inagotable vocación por recrear la realidad, o hacerla más clemente, menos nostálgica, o como decía José Saramago de sí mismo que él no inventaba sino que miraba por detrás de lo que ya existe.
“Café Nostalgia”, de Zoé Valdés, es un libro en el que se ciernen muchos fantasmas, como los de Marcela, una fotógrafa cubana que vive en París, y que pasa los días recordando su pasado en La Habana, sus amigos y un suceso fatídico que la marcó para siempre. O como aquel tigre, en “Caracol Beach”, de Eliseo Alberto. “El tigre. Ese. El amarillo. De Bengala” que osa arrebatar la cordura en la mirada inocente del soldado.
En Café Nostalgia, también están los fantasmas del lenguaje, del espacio abandonado que en alguna época estuvo habitado y que ahora clama la presencia objetiva de la persona. No son los sueños que simbolizan lo olvidado, es más bien esa nostalgia por volver a la isla para “freír un huevo con la boca”, o simplemente para decir: chico, hoy será una noche con mucha candela. Aunque implícitamente, y a contrapelo, exista ese deseo involuntario de preguntarse una vez más (…) “¿Los sueños simbolizan lo olvidado? ¿Constituyen nuestro exclusivo espacio real de libertad? Olvido y libertad no tiene por qué contradecirse, pueden ser complementarios. ¿Olvidar nos libera de las pesadillas? ¿Olvidar libera? No estoy segura, aunque solamente a través de los sueños es que, sin proponérmelo, puedo mencionar lo prohibido. Las palabras se las lleva el viento, mientras no sean escritas”.
Desde José Lezama Lima, Alejo Carpentier, Reynaldo Arenas, Virgilio Piñera, Eliseo Diego, Severo Sarduy hasta Guillermo Cabrera Infante y tantos otros, la presencia irresuelta de las pasiones por la isla siempre fueron como esa mirada náufraga que está observando el horizonte. Clemencia es una palabra que se usa poco, dice el comienzo en Caracol Beach. Yo diría también que orfandad es una condición involuntaria que a menudo se respira en el exilio. Sin embargo no existe la necesidad de quitarse de encima ese sentimiento tan prometedor que impulsa, paradójicamente, la idea casi obsesiva del retorno.
“Había un viejo refrán en el pueblo que decía: ‘Amor trompero, cuantas veo, cuantas quiero’. Hace tiempo que no oigo pero he olvidado lo que quiere decir: el que no se enamora de una se enamora de todas. Tal vez el hombre que no ha gozado de enamorarse de una mujer deba sufrir la desdicha de enamorarse de todas”.
Guillermo Cabrera Infante fue uno de los escritores más importantes de habla hispana, su trayectoria literaria en su Mea Cuba transcurrió como una espigada pero rauda prodigiosidad que a medida que se fortalecía también surgían los oscuros callejones de la coerción.
En “La Habana para un infante difunto”, existe una prolongación de la tendencia experimental de esa nueva narrativa latinoamericana que se había iniciado con escritores de talla mayor. Es una sucesión de relatos que tiene como inicio la autodescripción de un niño, de su vida diaria y de esos pasajes tan vitales que sólo el ambiente en el que se respira con placidez hace las veces de cómplice para reafirmarse con esa trilogía tan humanamente marcada en la literatura del exilio; la presencia, la ausencia y la recurrencia.
Eliseo Alberto habitó espacios ajenos. México lo atrincheró junto a ese inmenso amor que sentía por Cuba, aún así parecía un hombre feliz, con esa manera de extrañar La Habana tan apasionada. “Caracol Beach” es un libro en el que las ansias se sobreponen a las desesperanzas con el deseo de salir de ese hueco en donde la humanidad, con frecuencia, construye su hábitat. Es esa vitalidad donde se sumergen deliciosas expresiones, sublimes, utilizando un lenguaje fresco, sutil, increíblemente bello: “La última gota del aguacero cayó en la cabeza de un zopilote que volaba sobre Santa Fe a unos cuarenta metros de altura y rodó entre el surco de los ojillos para descolgarse por gravedad desde el pico hasta el patio del Instituto Emerson en ángulo de treinta grados, donde hizo diana en el entrepecho de la porrista Laura Fontanet”.
La literatura en el exilio se construye con presentes y pasados, ésta dualidad también implica la reafirmación con el futuro, para luego anudarlos unos con otros y producir una insoslayable lucha por no sucumbir a las fauces del tigre. El tigre. Ese. El amarillo. De bengala.
Lo que nos señala “Caracol Beach” es que la humanidad siempre carga consigo una dualidad constante; de alegrarse o entristecerse, de errar y reconciliarse, de vivir o morir, o como cuando la trama de “Guantanamera”, película dirigida por Tomás Gutiérrez Alea (Titón) de cuyo filme Eliseo Alberto fue su guionista, insinúa sin enfado que nosotros, los humanos, estamos predestinados a cargar siempre con la muerte, con nuestra propia muerte, aún a pesar nuestro, acaso por eso mismo.
El autor es comunicador social.
Columnas de RUDDY ORELLANA V.